Los memes son recurrentes: cada mañana de lunes circulan en redes sociales una serie de chistes sobre la manera tan poco vigorosa con la que arranca la nueva semana.
Sin embargo, una vez que cae la noche, una magia particular se apodera del extremo norte de barrio La California, en San José. No importa si al día siguiente es martes y toca madrugar; en los lunes de Cuartel nunca cabe un alma más.
Antes de las 11 p. m., la escena en El Cuartel de la Boca del Monte es la de un bar cualquiera, con parejas conversando al lado de la barra y la pista de baile completamente vacía.
En una de las bancas aguarda en solitario el colombiano Carlos Robayo, quien vive en California, Estados Unidos, y está de vacaciones en Costa Rica. Esta será su última noche en el país y decidió invertirla en algún bar capitalino en el que pudiera sacudir el ánimo y las caderas.
“Me dijeron que había salsa y bachata, pero no escucho ni salsa ni bachata”, dice, con algo de decepción mientras suena a través de los altoparlantes la música de DJ Fish, quien ha puesto ritmo al Cuartel durante 26 años en los momentos previos y posteriores a las ya tradicionales presentaciones del grupo Marfil.
“Este lugar lo vimos en la Internet, y me parece que alguien lo mencionó también”, continúa Robayo. Se quedará un rato más con la promesa de escuchar música en vivo, y con la esperanza de hallar a quién sacar a bailar.
Sentadas en un rincón junto a la barra están también Lilliam Flores y Eyleen Amey, dos amigas en pleno reencuentro, luego de que la primera se fuera a vivir a Estados Unidos hace 18 años. Desde entonces, Flores no había vuelto a pisar el Cuartel.
Amey tampoco había regresados desde harán unos 15 años. “No sabía que seguían haciendo los lunes en el Cuartel”, dice.
Ambas están ansiosas por volver a escuchar a Marfil, el grupo al que Eyleen solía escuchar en El Pueblo y en La Puerta de Alcalá, y del que Flores conserva cuatro discos compactos en su casa en Estados Unidos.
Aunque se podría decir que el lugar sigue teniendo más o menos el mismo aspecto, el panorama ahora les resulta muy distinto.
“Nos sentimos ya viejas porque vemos que hay mucho chiquillo”, admite Amey, pese a tener apenas 36 años de edad.
Lleva razón en sus palabras. El Cuartel de la Boca del Monte ahora convoca sangre joven, dispuesta a bailar hasta que el reloj marque las 2 a. m. o hasta que Marfil se despida una vez más de su más fiel escenario.
“Los hijos de los que iban a ver a Marfil ahora vienen a ver a Marfil. La música no tiene edad y Marfil es uno de los grupos que no tiene edad”, afirma el vocalista Tipí Royes con sumo orgullo.
Marfil ha sabido adaptarse a los tiempos. Ya ni siquiera necesita hacer una gran introducción. Con un: “Somos el grupo Marfil. Que la pasen bien”, del guitarrista Isidor Asch, basta.
No más salir a escena, la agrupación que ha tocado en el Cuartel a lo largo de 30 años –con apenas breves pausas, según Royes– hace sonar los acordes de los temas del momento. Bajito , de Jeancarlos Canela, marca el arranque de motores.
“(Los de Marfil) están desde que mis papás venían al Cuartel. Son una leyenda”, asegura Alexa Camacho, de 19 años, en medio del frenesí.
Ella y su amiga Alexandra Roldán, de la misma edad, no faltan ningún lunes. Absolutamente desinhibidas, este lunes fueron las primeras en subir a la tarima a bailar con los músicos.
De hecho, tomó muy pocas canciones para que la timidez se disipara o para que el alcohol hiciera de las suyas entre el resto del público.
En esta selva urbana hay de todo: algunos prefieren bailar en grupo y otros pocos en pareja, y están también los típicos caballeros que se quedan en las orillas de la pista, repasando el lugar con la mirada, pero sin atreverse a extenderle la mano a una dama para pedirle un baile.
Sin embargo, hay muy pocos cuerpos que se resistan a la seducción del ritmo con Is This Love , el cover de Bob Marley.
Aunque Marfil tiene un centenar de piezas recurrentes en el Cuartel, según Royes, hay unas cuantas que no pueden faltar ni un solo lunes. Entre ellas están Dollar Wine , Represento , Sacabúm y “de Bob Marley, todas”, asegura Royes. “Cualquiera de él que toquemos hace que todos se inyecten”.
Esta noche, Tipí está resfriado. Pasó todo el fin de semana con fiebre, pero eso no se nota en la tarima. Baila, canta, ríe y emite una energía que probablemente muchos músicos envidiarían.
En los casi 31 años que tienen de existir los Lunes de Cuartel, el miembro insignia de Marfil solo se ausentó en una ocasión, porque su hija, Hilda Royes, había ganado el concurso de Hawaiian Tropic y había logrado un pase a la competencia en Las Vegas.
Anecdotario peculiar. El Cuartel de la Boca del Monte es un rincón capitalino del que, de seguro, más de uno conserva historias de noches de locura.
Renato Quesada, el jefe de seguridad del bar, lleva 14 años de trabajar ahí y ha sido testigo de muchas de ellas, pero se niega a revelar la mayoría, en medio de una especie de complicidad con los clientes.
Sin embargo, hay una que sí se atreve a relatar. Varios años atrás, llegaron una noche de lunes los futbolistas César Elizondo y Keylor Navas junto con la entonces modelo Andrea Salas.
Navas y Salas atraían las mitadas, el primero por su notoriedad en Saprissa, y ella por su belleza.
“Pienso que acá fue su primer beso , porque bailaban allá por la barra, pero tranquilos. Pasaron como tres horas y no pasaba nada, hasta que por fin se dieron el beso”, recuerda Quesada.
Nadie podría negar que el rumbo que tome una noche de Cuartel es incierto.
Tanto así, que aquel lunes en el que un colombiano esperó por salsa y bachata, dos amigas se reencontraron y Tipí cantó enfermo, muchos salieron con más dinero en la bolsa que cuando entraron al bar.
Avanzada la fiesta, y vacías algunas botellas, del balcón del segundo piso comenzaron a llover billetes de ¢1.000.
La multitud en la pista de baile extendió las manos para atraparlos, mientras las mujeres bailaban al filo de la baranda del segundo piso en una fiesta privada de un buen cliente del Cuartel, cuyo nombre no trascendió.
Luego volvió a llover; esta vez, con la cara de Pepe Figueres.
Fue así le brillaron los ojos a una veinteañera que andaba “escapada” . Valió la pena, fue su noche de suerte. Se llevó ¢21.000.
A las 2 a. m., ella se marchó de regreso a su casa. Marfil había tocado una vez más para un público de todas las edades, y de todas las clases sociales también.
Afuera, espera por clientes el tipo de los pinchos asados a ¢1.000, justo al frente de un Lamborghini rojo que alguien decidió parquear en la calle mientras la noche, la música, el licor y la seducción hacían de las suyas un lunes más.