Crítica de música: Virtuosismo e introspección

Dos aspectos a la vez opuestos y complementarios se conjugan en el desempeño de un intérprete de rango: el virtuosismo y la introspección. Es decir, por un lado, la capacidad para realizar proezas de extrema dificultad en el instrumento; por otro, la sensibilidad que induce al escucha a adentrarse en la intimidad y la quietud.

A menudo, estas cualidades se entrelazan en una misma obra; a veces, la obra tiende a excluir una u otra de ellas.

El recital del distinguido pianista ruso Kirill Gliadkovsky, ahora radicado en los Estados Unidos, ejemplificó en parte este aserto, en ocasión de la apertura del vigésimo Festival de Música Credomatic, el sábado 14 de agosto, en el Teatro Nacional (TN).

Primera parte. Estos aspectos se equilibraron en la pieza inicial, la Sonata en mi menor, opus 7 (1865), de Edvard Grieg (1843-1907), el principal compositor del posromanticismo noruego. La obra data de cuando todavía estudiaba en Leipzig y quizá esa circunstancia explique por qué, pese a la ejecución sopesada de Gliadkovsky, la sentí poco original, algo dispersa y menos atractiva que sus otros trabajos en la modalidad de la sonata.

Los atributos de virtuosismo e introspección por igual se barajaron en las tres piezas de Fryderyk Chopin (1810-1849) que finalizaron la primera parte.

Kirill Gliadkovsky imprimió el necesario panache heroico y extravertido a su brillante versión de la archiconocida Polonesa en la mayor, opus 40, N° 1 (1838), llamada la Militar, al tiempo que comunicó la atmósfera recogida del Nocturno en fa sostenido mayor, opus 15, N° 2 (1831), antes de recorrer de modo reluciente y sensitivo los cambiantes episodios de la Fantasía en fa menor, opus 49 (1841), por turnos solemne, procelosa o encendida.

Segunda parte. El mayor contraste en el recital de Kirill Gliadkovsky sobrevino en la segunda parte. Se inició con la lectura delicada y preciosista del Intermezzo en la mayor, opus 118, N° 2 (1892), del alemán Johannes Brahms (1833-1897); siguió la ejecución trascendental de la Rapsodia española, S. 254 (c.1863), del húngaro Franz Liszt (1811-1886), con la que el intérprete hizo gala de dotes de virtuoso que merecieron la ovación del público.

La función terminó con la amena e idiomática interpretación que Kirill Gliadkovsky plasmó de cinco canciones del estadounidense George Gershwin (1898-1937), transcritas por el autor, para la sala de conciertos, de números tomados de obras de teatro musical estrenadas en Broadway en la década de 1920. Entre las selecciones, destacaron la sentimental The Man I Love y la movida I Got Rhythm.

Tras los aplausos insistentes, Kirill Gliadkovsky complació, fuera de programa, con el Preludio en do sostenido mayor, de Rajmáninov, y el Preludio N°1, de Gerswhin.

El instrumento. No quiero terminar mi comentario sin antes observar que el intérprete escogió para su recital uno de los pianos Steinway & Sons viejos antes que el nuevo de la misma marca adquirido recientemente por el Teatro Nacional a un costo elevadísimo.

Si el pianista optó por un instrumento que produce un sonido que ya no es óptimo y arriesgó cierto grado de menoscabo en la calidad tonal de su rendimiento, ¿qué nos dice eso acerca de la idoneidad del nuevo Steinway & Sons, cuya opacidad sonora he señalado en varias ocasiones?

Acaso la nueva administración del TN podría hacer valer la garantía, si la hay, y, de darse un canje, esta vez buscar la asesoría calificada de expertos verdaderos.