A pesar de una introducción algo sombría, Guanacaste de Luis Diego Herra es ante todo una obra fresca y festiva. Música construida inteligentemente a partir de pulsaciones rítmicas constantes que varían en cuanto a su acentuación y articulación, y que en algunos casos nos recuerdan, sin citarlos propiamente, los ritmos propios de esa región.
El principal efecto expresivo de la partitura es justamente el momentum que consigue la repetición incesante de estos esquemas rítmicos sobre los cuales fluyen varias melodías, que tampoco son tradicionales guanacastecas sino cosecha propia del compositor.
El único detalle de color, que podríamos asociar claramente con esa música tan representativa de nuestro país, es el uso del timbre de la marimba, el cual tristemente se perdió casi por completo debido a la mala acústica del escenario del Teatro Nacional.
Además, una lectura superficial, descuidada en el balance y omisa en matices no le hizo ningún favor a esta primera audición de la pieza que sonó densa y monocroma.
Solista costarricense.
Juan Pablo Andrade, por su parte, lució un sonido cristalino y transparente en una interpretación delicada del concierto No. 26 de Mozart. Aunque por aquí y allá hubiera algunos errores, estos no fueron obstáculo para que el público disfrutara de la exquisita calidad sonora de este intérprete costarricense, que destaca con creces en nuestro medio musical en el que con harta frecuencia se tiende a aporrear el piano.
Por el contrario, las frecuentes desafinaciones y pasajes disparejos en el acompañamiento orquestal ensuciaron considerablemente una música que bien podría considerarse como la culminación del ideal sonoro del siglo XVIII de equilibrio y transparencia.
Calidad interpretativa.
Otra orquesta pareció haber ocupado el escenario del Teatro Nacional en la segunda parte del programa con un Brahms claro y seguro en el que predominaron el balance y buen gusto musical.
Me pareció especialmente llamativa la gran gama de matices empleada desde los momentos entrópicos más íntimos, en los que el discurso musical parece detenerse, hasta aquellos de gran intensidad expresiva en los que todo el conjunto se lució plenamente.
Espléndidos resultaron también los solos de la sección de violonchelos, que suena mucho mejor colocada en la parte externa del escenario.
Aunque era Chosei Komatsu quién gesticulaba frente a los músicos, tuve la sensación durante toda la obra que el director únicamente seguía a la orquesta en una versión de la segunda sinfonía de Brahms que la agrupación tiene bien sabida desde los tiempos de Irwin Hoffman. ¿No sería él quién verdaderamente dirigía?