Esta semana, la serie de conciertos Verano Sinfónico llegó a su tercera edición consecutiva, en un exitoso ejercicio dedicado a sacar la música con orquesta de los teatros tradicionales y movilizarla a las comunidades o a escenarios poco convencionales. El miércoles pasado, por ejemplo, llegó a una plaza de fútbol y la atiborró de escuchas de todas las edades.
Como valor agregado, la iniciativa también tiene un importante carácter didáctico, en la que el director –en esta ocasión el puertorriqueño Rafael Irizarry– busca reducir los formalismos que distancian a los intérpretes del público y, en cambio, se detiene a explicar lo que la orquesta está a punto de interpretar, logrando así una mejor comprensión de cada obra.
El aspecto más destacable y diferenciador de la iniciativa en cuestión, sin embargo, es la inclusión de un estilo de repertorio al cual la OSN no acostumbra aproximarse en el resto de su temporada, aunque este es un detalle que se convierte en un arma de doble filo.
Por un lado, la interpretación de arreglos para piezas de géneros latinoamericanos, rock y ritmos bailables representa una oportunidad de oro para que el ensamble saque a relucir la versatilidad en su máxima expresión y que se muestre al público diverso en una versión más accesible e incluso hasta divertida.
Sin embargo, cuando los músicos de la orquesta no se muestran gustosos de salirse de su campo de acción más cómodo (es decir, el de la música formal), se escucha entonces una interpretación desinteresada y divorciada de los temas que están ejecutando. Eso fue exactamente lo que se percibió, al menos, en el concierto en Santo Domingo de Heredia.
Ocurrió especialmente en algunos temas de Gandhi, Éditus y Marfil en los que, a pesar de los arreglos atinados y enriquecedores de Walter Flores, era la interpretación de los acompañantes la que parecía ir en detrimento del resultado final que, a fin de cuentas, sería lo que el público escucharía.
La cantidad de desatenciones a las notas correctas, o incluso la inseguridad con la que entraban algunas secciones de la orquesta en diferentes pasajes, hacían evidente que hubo menosprecio hacia la ocasión o incluso hacia las obras de los músicos invitados.
Esto se torna más lamentable tomando en cuenta que el concierto considerado para esta crítica no era el primero sino el tercero de la seguidilla de recitales que concluye este fin de semana.
En otro apartado resulta destacable señalar la labor de los cantantes solistas, a quienes no pareció afectarlos en lo absoluto la difícil tarea de enfrentar sus gargantas al gélido viento nocturno en sus respectivas intervenciones: Sofía Corrales, con O mio babbino caro (Giacomo Puccini), y Ono Mora, con Granada (Agustín Lara).
Los arreglos para los temas con Éditus, como Tambito josefino (Edín Solís) o Viento y madera (Fidel Gamboa) se sentían naturales y le aportaban a las composiciones originales detalles que los hacía sonar en sus mejores galas.
Con Gandhi, en algunos tramos la participación de la orquesta volvía más grandiosas las piezas y acentuaba los momentos más intensos de los coros o, en cambio, respetaba espacios necesarios durante los solos de Federico Miranda. El desacierto de su show fue la inclusión de coros femeninos pregrabados en la nueva canción Asimétrico , que desentonaban con la ocasión.
A Marfil le correspondía poner la cereza en el pastel con nota bailable, o eso se hubiera esperado, mas un tema instrumental interrumpió la fluidez de su intervención en términos de la atención del público, por eso Represento era el cierre obligado y necesario para reponerse del bache. El cierre, al igual que el concierto, fue un sube y baja.