El indudable talento de orquestador de Eddie Mora ha quedado plenamente confirmado este viernes en el Teatro Nacional con el estreno de su obra Desde la tierra que habito, en la cual opta por la sonoridad de los instrumentos de timbre oscuro de cuerda y viento en un declarado interés por la experimentación timbrística.
La atmósfera telúrica del inicio de la pieza contiene algunas referencias perfectamente válidas al estilo de la música de Stravinsky. Estas se ponen en evidencia especialmente en el tratamiento del clarinete bajo, la flauta en sol, el clarinete piccolo y el contrafagot pero sobre todo por el hecho de omitirse los violines, como sucede en la Sinfonía de los Salmos y en la primera parte del Rito de la primavera del compositor ruso, que de igual manera son sustituidos por flautas y clarinetes.
Definitivamente original sin embargo, me pareció el uso de los instrumentos de percusión como elementos de color más que rítmicos para completar el registro agudo de la textura orquestal y sobre todo el recurso de destinar motivos temáticos importantes a vibráfono y xilófono.
Solista. Inseguro se mostró el violinista norteamericano Michael Ludwig en los primeros compases del concierto de Samuel Barber, lo cual no me extraña dada la acústica desconcertante que hay en el escenario del Teatro Nacional después de que en el gobierno anterior eliminara de manera irresponsable la concha acústica, problema que las administraciones posteriores tampoco han sabido resolver.
Afortunadamente el profesionalismo se impuso y Ludwig logró poco a poco moldear una sonoridad clara y expresiva en una obra que por su intenso melodísmo podríamos considerar como el último gran concierto romántico de violín de la historia.
De manera fluida, solista y orquesta enfrentaron el reto de gran dificultad rítmica que representa el final del concierto.
Sinfonía. Es una gran lástima que en la segunda parte del programa el rendimiento de la orquesta no alcanzara las expectativas que supone una partitura como la de la 4ª. Sinfonía de Chaikovsky, interpretada de manera exitosa tantas veces por la agrupación.
A pesar de los esfuerzos de batuta del director invitado Alejandro Gutiérrez, quién indudablemente posee una formación apropiada como director de orquesta, la sinfonía sonó escuálida y desajustada con graves y frecuentes problemas de entonación en los metales y la cuerda. Ninguna de las grandes melodías alcanzó tampoco el nivel de emotividad esperado y los fraseos resultaron superficiales e insípidos.
Honrosa excepción fueron los solos de las maderas y muy especialmente los de Jorge Rodríguez, primer oboe de la Sinfónica, quién también lució delicada expresividad y un bello sonido en su intervención en el segundo movimiento del concierto de Barber.
¿A qué se debe esta situación injusta para nuestros intérpretes? La respuesta es tan simple como reveladora: se destina muy poco tiempo de ensayo para que los directores puedan trabajar a profundidad las obras. El calendario de la Sinfónica Nacional está cada vez menos enfocado en lograr un trabajo artístico de calidad y mucho más en cumplir compromisos de toda índole adquiridos por la administración.
Para muestra un botón. ¿No merecían los dos directores nacionales tener un concierto completo cada uno y no obligarlos a compartir una “veladita escolar”, como la que se nos ofreció el viernes pasado?