Desde los primeros compases de Suite Carmen del ruso Rodion Shchedrin, con el sonido inesperado en campanas de la famosa melodía de la Habanera de la ópera Carmen de Bizet, nos damos cuenta de que estamos frente a una de las grandes disyuntivas del arte en el siglo XX: la innovación frente a la obligación de preservar lo que se considera estéticamente valioso, pasión creativa frente a la racionalidad conservadora.
Este conflicto, que no era nuevo en 1967 –recordemos el nombre del opus 8 de Antonio Vivaldi: Il cimento dell’armonia e dell’inventione ( El riesgo de la armonía y la invención ) del cual forman parte Las cuatro estaciones –, adquiere especial acritud en Rusia a partir del advenimiento del realismo socialista, que catalogaba como individualista cualquier movimiento artístico innovador. Como en muchos otros regímenes represivos de la época, en la URSS la novedad artística era considerada un ataque al establishment.
En ese entorno Shchedrin se da a la tarea de lograr “un encuentro creativo”, según sus propias palabras, entre las partituras de Bizet y sus propias ideas sonoras, en el cual su principal aporte se refiere a la orquestación. Decide, por lo tanto, apartarse lo más posible de la instrumentación original, y prescinde de la totalidad de instrumentos de viento con el propósito de buscar el colorido general de la música de Bizet y del libreto operático de Prosper Mérimée en un uso originalísimo de los instrumentos de cuerda asociados a un aparato de más de una veintena de instrumentos de percusión.
De igual manera el compositor ruso introduce sutiles cambios rítmicos, armónicos y formales que sin embargo dejan perfectamente reconocibles todas las melodías originales. Este esfuerzo creativo coloca a Shchedrin en una posición de mucha más alta jerarquía que la de un simple arreglista y al mismo tiempo le permite maniobrar en medio de la estricta pero frecuentemente impredecible maquinaria de censura soviética.
Si a estos antecedentes le sumamos el protagonismo en la génesis de la obra de figuras señeras como el coreógrafo cubano Antonio Alonso y la archifamosa bailarina Maya Plisetskaya (esposa del compositor), podemos comprender el nivel de responsabilidad y el gran aporte a la cultura del país que Eddie Mora y Mario Vircha se adjudicaron al enfrentarse, como director y coreógrafo respectivamente, a esta puesta en escena en el Teatro Nacional con la Sinfónica Nacional.
Interpretación musical. Me complace decir que la parte musical alcanzó un nivel más que satisfactorio, éxito que atribuyo principalmente a la capacidad de Eddie Mora de transmitir a la orquesta –y por ende al público– un notable entusiasmo expresivo, sin perder de vista el cuidado por los detalles, la precisión rítmica y el difícil acople entre los instrumentos de cuerda y los de percusión. Encontré a Mora con el corazón caliente y la cabeza fría, tal y como recomendaban los viejos maestros.
En segundo lugar, pero en el mismo nivel de excelencia, quiero hacer énfasis en las enormes capacidades y talento del grupo de percusión de la Sinfónica, que brilló en la difícil tarea de ser casi todo el tiempo los solistas de la velada, sin que ello implique saturar con la enorme potencia de sus medios sonoros.
Del mismo modo creo que escuchar a nuestra orquesta fuera del “hueco negro” acústico del escenario del Teatro Nacional hizo que la pasión y vigor de la música se transmitiera como fuego entre un público mucho más entusiasta del habitual. ¿Cuándo podremos volver a tener una concha acústica apropiada en el Teatro? Me temo que, como siempre, a esta pregunta volveremos a recibir el silencio administrativo por respuesta o aún peor, una serie de excusas en la línea del “yo no fui, fue Teté”.
Coreografía. Respecto a la danza, sin entrar en consideraciones técnicas que no me corresponden, pienso que las interpretaciones intensas y coloridas de la Sinfónica tuvieron una buena contrapartida en la actitud de entrega espontánea de un grupo de talentosos bailarines. Sin embargo me temo que con frecuencia los movimientos coreográficos tenían poco o nada que ver con la estructura formal o el carácter de la música.
Se me hizo especialmente incómodo un intento escuálido de hacer palmas andaluzas al inicio y algunos momentos de percusión corporal, en los que simplemente iban a contrapelo de la orquesta. Desde hace años percibo, siento decirlo, que los coreógrafos costarricenses adolescen de la capacidad para entender a fondo todas las implicaciones de una partitura musical y reaccionan simplemente por instinto ante el ritmo o cuando mucho hacia la melodía. Desconocen, empero, casi todo lo referente a la estructura, los planos sonoros, la textura armónica y contrapuntística o el color instrumental de la obra a la que se enfrentan.
Por otro lado, el deseo de innovar a toda costa y de decir muchísimas cosas diferentes al mismo tiempo los lleva a recargar tanto las composiciones coreográficas que a veces es mejor cerrar los ojos y escuchar un rato de buena música, como me pasó al momento de la salida de los toros: una especie de monstruosos cornudos, que, aunque aspiraban al pedigrí de minotauros cretomicénicos, se quedaron en personajes de película de Semana Santa.
Del mismo modo, con respecto al vestuario, me parece cansino tanto trapo rojo, y los bañadores negros se me hicieron más propios de un club de natación que de una plaza de toros sevillana, por más simbolismo junguiano que se pretenda.
Aunque en la actualidad en nuestro país se puede crear con toda libertad y no hay peligro de ser enviado a Siberia, yo le recomendaría a nuestros coreógrafos nutrirse en lo posible de la vasta tradición que los precede y preocuparse por entender a cabalidad loa aspectos técnicos del fenómeno musical que tienen entre manos, aunque ello tal vez pueda parecerles muy conservador.