La piel de Ingrid Roldán no tiene una sola marca, pero las heridas internas las tuvo que maquillar en silencio durante mucho tiempo. No tenía la valentía para dejar a un hombre que, a golpes, le nublaba la esperanza de volver con vida a Costa Rica para abrazar a sus dos hijos.
Ingrid, conocida por su segmento de aeróbicos en el programa Buen día , se lanzó al sueño de un segundo romance a sus 30 años. Llevaba prisa por emprender la aventura de su vida junto a un argentino a quien el cáncer linfático lo carcomía por dentro.
Una mañana, Roldán despertó y corrió a abrazarlo. A cambio, recibió insultos y la primera golpiza de su vida. Él había conseguido abrir su correo electrónico; la furia y los celos fueron el inicio de la pesadilla que duró un año y tres meses.
“Él era fisiculturista, hacía artes marciales, había estudiado psicología y tenía armas en la casa; yo tenía todas las de perder. Me dijo ‘si usted grita, la mato’. Esa fue la vez que más tiempo tomó en golpearme, solo que nunca me dejaba marcas”, recordó Roldán.
No lloró; es que no entendía lo que estaba ocurriendo. Ella era de las que se cuestionaban cómo una mujer podía tolerar ser agredida por su pareja. Conforme transcurrían los meses, halló la respuesta entre las tinieblas del miedo.
Estaba en un país extraño, sin amigos y sin dinero para comprar un tiquete de regreso. Tampoco podía con el cargo de conciencia de abandonar a un hombre que ya tenía metástasis.
“Todas las agresiones que existen, yo las conocí con él”, dijo Ingrid, con una fuerza que, ahora, le nace de adentro. Ella fue víctima de maltratos físicos, verbales, psicológicos y castigos sexuales.
Las amenazas y los insultos fueron destiñendo el recuerdo de aquella Ingrid que partió de Costa Rica, que reía, que tenía amigos y que disfrutaba de la vida.
“Tenía momentos de felicidad cuando él amanecía de buen humor; mi felicidad dependía de él. Si él amanecía triste, me tenía que quedar todo el día en la casa; si él amanecía enojado, se iba y me dejaba encerrada en el apartamento hasta que llegara. Yo pasaba todo el día jugando solitario o chateando con la gente en Costa Rica”.
Roldán se culpaba a sí misma por no haberse tomado el tiempo de conocer a ese hombre. Los síntomas de un agresor pasaron frente a sus ojos y ella no supo reconocerlos: él no le permitía usar blusas sin mangas, escotes o saludar con un beso en la mejilla a otro hombre.
“Si me decís si eso es amor, no, eso no es amor”, reconoce hoy.
Ingrid callaba ante su pareja por el pánico a que la golpeara. Guardaba silencio también ante la gente; no podía confiar en nadie.
“En ese momento, el único ser con que hablaba era con Dios y tenía un diario donde iba escribiendo las cosas todos los días. Yo no quería preocupar a mi mamá”, afirmó.
Para suerte suya, el argentino la trajo a Costa Rica, donde vivirían mientras él se trataba el cáncer en Cuba. Fue aquí donde, por primera vez, se atrevió a defenderse.
Las oraciones de todos los días rindieron frutos cuando él tomó la decisión de dejarla, pues le quedaba poco tiempo de vida y prefería regresara a su país. “Yo lloré y lloré y lloré de tanta felicidad que tenía. Yo dije: ‘Dios, gracias, porque si tú no te lo llevabas, yo no lo iba a poder dejar. Estaba atada a él”.
Ingrid estaba libre, pero no era la misma que tomó un avión rumbo a Argentina. Se convirtió en otra persona: insegura, desconfiada, agresiva con los hombres.
Un día, bajó la defensa y luchó por perdonar. Se apropió de las experiencias y forjó un alma tan fuerte como su cuerpo. Incluso, halló a un fisiculturista canadiense que supo cautivar a esa mujer con la autoestima en estado de coma.
Tomé aire y le pregunté si hoy es feliz, no tardó un segundo en contestar: “Soy una mujer muy feliz y muy completa”. Apagué la grabadora, era todo lo que necesitaba saber.