Las presas eran inminentes e intentar llegar a Santa Ana parecía la peor idea del mundo. Sin embargo, este sábado, el Club Hípico La Caraña albergaba una grata sorpresa: un amplio oasis bajo el sol más cálido y decembrino, paja para sentarse, el apetitoso humillo del cerdo ahumado, 120 sifones de cerveza fría esperando a ser vaciados por los comensales.
Este fue el estreno del Cerveza Indie Fest, aunque no es la primera fiesta que impulsan los empresarios tras la Asociación de Cerveceros Artesanales –en cinco ocasiones anteriores, le llamaron el Festival de Cerveza Artesanal y se organizó en menor escala–.
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La invitación decía que llegáramos al mediodía pero los que madrugamos tuvimos que tontear un rato: las dos barras de cerveza estaban terminando de probar los barriles.
En la tarma de conciertos, la música comenzó a la 1:15 p. m. y José Capmany abrió su set cantándole a dos padres de familia con un bebé.
Pese a que en las primeras dos horas el ingreso fue escaso, el Indie Fest esperaba a los asistentes con ansias de muchedumbre.
Antes de las 6 p. m., la organización de la fiesta estimaba una estancia de alrededor de 4.000 personas que ingresaron en horas de la tarde (la actividad proyectó su cierre para las 11 p. m.). Tres de los cuatro parqueos estaban repletos.
Las reglas para los asistentes fueron sencillas: su entrada de ¢8.000 les aseguraba un vaso de vidrio esterilizado (del tamaño de una “caña”, alrededor de 200 mililitros), un tiquete de ¢1.500 les compraba una porción de licor en el vaso.
Los puestos de comida estuvieron al este del área de música, los toldos con sillas y las barras. En medio de ambos lugares, habían amplios espacios al aire libre: al sol y bajo la sombra de los árboles, los asistentes que llegaron se relajaron encima de asientos creados con pacas de paja.
Cuando se debilitó el sol, alrededor de las 2:30 p. m., el festival cervecero apenas estaba calentando.
Almuerzo con birra
Cada barra tuvo 61 cervezas diferentes para probar.
Las pizarras digitales fueron un fracaso porque nunca funcionaron. Los organizadores resolvieron escribiendo con tiza los nombres de cada bebida y facilitando a los birreros la aplicación El Artesano con el menú completo de las cervezas. La nueva dinámica funcionó bien a la hora del almuerzo.
“Somos fans de este tipo de actividades de cerveza artesanal (...) Incluso hemos pensado en fabricarla”, aseguró Álvaro Zamora, de 36 años, quien llegó desde Puriscal con cuatro amigos a beber y comer.
“He probado cinco birras y mi favorita ha sido Viejo Verde (cervecería Él Árbol de la Birra)”, dijo Zamora. “Lo negativo es el tamaño de la jarra”, lamentó , saboreando un trago.
“Es algo diferente porque no es la misma cerveza de siempre”, valoró Christopher Soto, de 26 años. “Yo ya sabía que algunas cervecerías iban a traer cosas (especiales). Costa Rica Beer Factory trajo una Stout de Tostadas Francesas”, añadió.
En general, el público del Cerveza Indie Fest fue joven: gente entre sus 20 y 40 años. Parejas más adultas comieron nachos en la sombra, familias con niños aprovecharon un par de inflables colocados estratégicamente a la par de un puesto de la heladería Galway (que hace, también, helados con licor).
“Es un ambiente familiar, es que el lugar se presta”, dijo Natalia Navas, una mamá de 36 años que llegó con su esposo y sus dos hijos pequeños.
Los niños jugaron con los perros del lugar –varios de ellos mascotas de los cerveceros– y saltaron en los inflables.
La familia aprovechó los puestos de comida y almorzó. Sin saber qué probar, recibieron recomendaciones de los bar tender detrás de las barras.
“Hemos probado bastantes birras. Yo he tomado por lo menos unas cuatro y prefiero las claritas”, explicó Navas.
Al final, para gustos quedaron los 120 sabores, diferentes según las variaciones en los cereales de su fermentación, el añadido de sabores como vainilla (más dulces) y con naranja, u hojas de zacate limón (más ácidos y amargos).
Quienes se quedaron para probar el resto de la fiesta también se quedaron para verla vaciarse: gota por gota de los barriles cerveceros y, sobre la tarima de conciertos, hasta oír la última nota musical.