El destino no existe, pero las ironías del destino sí. Los antiguos griegos creían en el Destino, antifé que lleva al pesimismo más deprimente, salvo que uno crea que está predestinado a ganarse el Gordo de la Navidad, de manera que ebulla de optimismo desquiciado; pero todo se cura con el próximo sorteo.
En realidad, los griegos a veces eran racionalistas y a veces eran supersticiosos; y vivían así, ambiguos, hesitantes, ambidextros de la fe, como quien maneja zigzagueando sobre los caminos de la filosofía.
Para los griegos, el Destino era algo así como un superdiós previo al big bang de la mitología, y ni el mismo Zeus podía torcer las decisiones del Destino. El Destino era el escenario de piedra donde los dioses desempeñaban su comedia para placer o espanto de la gente. La Tierra era el anfiteatro del Olimpo.
En su libro La idea del progreso, el historiador John Bury recuerda que Epicuro y sus amigos fueron los únicos filósofos griegos que rechazaron la idea de la degeneración de la historia: “Reconocieron que la civilización había sido creada por medio de mejoras sucesivas logradas por el exclusivo esfuerzo humano”; o sea, el progreso no se debía a una voluntad divina que terminaría obsequiando un milenio de felicidad.
Con el tiempo ha pasado el tiempo, y la fuerza del destino es hoy una ópera, y el propio destino es un dato más en los pasajes de avión: del Olimpo a Miami.
Pese a todo, la idea del progreso nunca se fue completamente de la imaginación humana porque es como esa vecina que torna al barrio de vez en cuando para ver si le hemos cuidado los jardines.
Los huesos de dinosaurios que aparecían por aquí y por allá comenzaron a inquietar a los curiosos: ¿de quiénes fueron? “De gigantes”, fue la primera contestación-error, pero respuesta al fin.
Más tarde se encontraron restos petrificados de moluscos en las cimas de las montañas, lo cual sugirió que el mar vivía antes más arriba (en realidad, la tierra vivía más abajo). Para algunos, Dios había sepultado ayer esos huesos a fin de probar la fe de las personas –aunque no se sabe cómo–.
Hasta principios del siglo XIX, en Europa era normal entender literalmente el Génesis; o sea, suponer que Dios creó todo el universo en seis días de veinticuatro horas.
Una de las personas que objetó esa idea fue el inglés James Parkinson (1755-1824), para quien aquellos seis días eran una alegoría de un tiempo más largo. Parkinson fue un hombre curioso en los dos sentidos de la palabra pues, siendo médico, su interés intelectual terminó en la paleontología. Parkinson es un leve precursor de Charles Darwin (los precursores son los teloneros de la ciencia) pues escribió Restos orgánicos del mundo anterior, un larguísimo tratado que hoy nadie lee, bajo un bello título de ciencia-ficción.
En cambio, Parkinson pasó a la historia pues fue el primero en describir científicamente el mal que hoy lleva su apellido: pocas páginas casi perdidas y hoy eternas, barquitos de papel en el mar de su obra borrosa e ingente: ironía del destino.