Rubén Darío (1867-1916) y Luis Henry Debayle (1865-1938) se conocían desde la infancia. Fueron condiscípulos en un centro educativo jesuita y mantuvieron su amistad hasta el día en que Darío acepta ponerse en manos de su amigo, en un último intento por recobrar la salud, deteriorada al extremo por el alcoholismo.
Darío tenía 49 años, cumplidos el 18 de enero de 1916. Igual que su padre, bebía como cosaco. Whisky, champaña, vino, ajenjo, aguardiente. Lo que fuera. Sin embargo, logró sostener un ritmo de trabajo y de creación del cual atestigua su vasta e influyente obra literaria y periodística.
Debayle es un personaje por derecho propio.
De origen francés, había nacido en León dos años antes que Darío. Decía ser descendiente del escritor Stendhal, autor de Rojo y negro , cuyo verdadero hombre era Henri Bayle. El doctor era apuesto, tocaba piano y también hacía versos, que nunca trascendieron como los de su amigo, aunque algunas veces él y Darío recitaban al alimón. Alguien dijo que en Nicaragua lo mejor de la cultura era Darío y Debayle lo mejor de la ciencia…
Darío nunca quiso ser más que escritor pero Debayle ansiaba ser reconocido más allá de los instrumentos de su ciencia.
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Estudió medicina y cirugía en Francia con los mejores de su tiempo, se codeó con Pasteur, obtuvo notas brillantes y con el paso de los años le pusieron el mote de El sabio Debayle.
Alrededor de él flotaba una palomilla de residentes que marcaron la medicina de Nicaragua y se bebían a grandes sorbos sus clases magistrales.
Debayle introdujo los rayos X en Nicaragua y las investigaciones neurológicas de Paul Broca. Además, se interesó vivamente por los estudios frenológicos de Cesare Lombroso, según el cual las capacidades psíquicas de un individuo están relacionadas con zonas y relieves precisos del cerebro. Lombroso había montado un museo-laboratorio con gran cantidad de cerebros. El suyo acabó formando parte de esa colección pero sus ideas quedaron atrás, dejando el campo a la búsqueda de los genes para entender la conducta humana.
Debayle fundó una Casa de Salud donde atendía a ricos y pobres por igual y donde desarrolló una extraordinaria colección de piezas anatómicas. Entre ellas figuraban varios cerebros.Un día, quizás, el de Darío. Fogoso orador, como muchos intelectuales de León, Atenas de Centroamérica en aquel tiempo, Debayle cultivaba el “panegírico necrológico” y las “coronas funerarias”, en las que daba rienda suelta a su educada verbosidad.
En la celebración del “cabo de año” de la muerte de Darío dijo con suprema elegancia: “Un poeta es un mundo concentrado en un hombre”. De ese hombre le intrigaba particularmente su cabeza. Siguiendo a Lombroso, creía que el supremo vuelo poético de Darío tenía que ver con algo orgánico de su cerebro que le permitía elevarse como pocos. ¿Era acaso más grande y pesaba más el cerebro de Darío que el de Stendhal o Víctor Hugo? Adicto al elogio hacia los otros pero preocupado también de su propia fama, se cuenta que poco antes de su muerte Debayle entregó a sus alumnos discursos funerarios sobre él y escritos por el mismo. Pidió también por adelantado el borrador del Acta de Condolencia de la Facultad de Medicina y Cirugía para corregirla.
Estaba entroncado además con la crema y nata política y social de Nicaragua. Su esposa, Casimira, era hija de un presidente, Roberto Sacasa y hermana de otro después, Juan Bautista Sacasa. Se la tenía por la más bella y rica heredera de su tiempo.
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Como sus casas estaban al frente una de la otra y no los dejaban verse, Debayle enamoró a Casimira tocando al piano, todos los días, la pieza Remember me , que ella escuchaba embelesada, en su cuarto, con las ventanas abiertas. Salvadora, una de las cuatro hijas del matrimonio Debayle Sacasa, casó con Anastasio Somoza García (1896-1956) dando origen a la conocida dinastía de represores.
Y luego está Margarita, sí, ella, la inspiradora, a los ocho años, del cuento en verso Margarita está linda la mar , que Darío compuso en la isla El Cardón, en la bahía de Corinto, Chinandega, adonde lo llevó Debayle para calmar sus neurastenias existenciales y monetarias.
En un homenaje póstumo a su marido, Casimira Sacasa dijo que ella conservaba en un frasco de vidrio el cerebro de Debayle, cerebro “que tantas cosas supo concebir para nuestra alegría, para nuestra dicha”.
Conservar cerebros parecía una afición/aflicción de familia.