Gonzalo Castellón
N o fue fácil para Arnold Schoenberg –el compositor austríaco cuya carrera despuntó con la segunda década del siglo XX– sobrevivir a la guerra social desde la primera fila del atonalismo. Hablamos por supuesto de una guerra no declarada, cuyas armas fueron la cruel indiferencia, cuando no la sangrienta ironía.
La supervivencia del creador fue aún más difícil a partir del momento en que Igor Stravinski abjuró de su condición atonal y abandonó las filas de la vanguardia musical: el compositor apátrida, glosando a Verdi, se limitó a decir: “Tornate all’antico…” y desapareció de la escena casi por arte de magia.
Sin embargo, cuando los reflexivos vieneses pensaban que las huestes barbáricas retrocedían hacia sus oscuras cavernas en busca de refugio, Schoenberg, de origen judío, se sostuvo en el sitial gracias al éxito de alguno de sus discípulos, entre los que Alban Berg ocupó siempre el lugar principal.
Hacia el expresionismo. Si bien el dodecafonismo asomará a la música de Schoenberg a partir de 1921, no hay duda de que el radical giro del autor hacia el expresionismo –iniciado en 1907– sólo podría haber tenido lugar en la Viena imperial. Al utilizar –a similitud de Stravinski– personajes de la bergamasca “commedia dell’arte”, Schoenberg encontró una manera fácil de crear música, espetando simultáneamente blasfemia, irreverencia, melancolía, absurdo… y sexualidad.
De conformidad con la tesitura esbozada por Theodor W. Adorno, el factor que determina el cambio es la propia voluntad del compositor: “Hacia 1910, el Schoenberg expresionista estaba más cerca de Kokoshka que de Picasso”, afirma el filósofo y musicólogo.
Acorde con los tiempos, la imagen lunar que concentró su expresionismo es constante y recurrente, acaso como una reminiscencia esotérica digna de Maeterlinck. Acaso la superficie selenita carecería de significado sin la hermosa y solitaria efigie del Pierrot melancólico, apoyado en el cuerno del satélite.
Pierrot lunaire y la androginia. Si hemos de creer a la continua correspondencia que dos décadas después sostiene Arnold Schoenberg con Wassily Kandinsky, el Pierrot lunaire lo habría obsesionado particularmente en sus cánones formales, aunque no necesariamente en cuanto al fondo de la obra.
Según revela una carta enviada por Schoenberg a Kandinsky, los bocetos del Pierrot fueron básicamente un ensoñador estudio sobre la androginia, tal y como parece derivarse de un personaje original de Honoré de Balzac.
El impacto que ocasionó al compositor la lectura de Seraphita –quien sin demérito pudo ser Serafito – hace evidente la esencia de la creación del austríaco.
Otra convulsiva obra de finales del siglo XIX pudo haber potenciado la reacción del músico: L’Androgyne, de Le Sâr Mérodack Joséphin Peladan, producto literario que muchos consideran un verdadero “manifiesto abolicionista de la sexualidad”.
En un sentido místico, los códigos religiosos que abordan la androginia conservan intacto el sentido de la unidad en dios, de la totalización o unificación de los fragmentos y, por supuesto, de la consolidación de los contrarios.
Todo ello nos lleva al concepto de “coincidentia oppositorum” (coincidencia de los opuestos), que trasunta la profunda insatisfacción del hombre por su condición unisexual.
El arribo del Pierrot. Pese a los antecedentes de Schoenberg, el Pierrot lunaire fue bien recibido en el microcosmos de la Viena imperial. Llegó al mundo hace 103 años, y –como dijo su autor– no vino a recibir los plácemes por su visita. Así como existió una aprobación mayoritaria del público vienés, en ocasiones ruidosa, no faltó quien objetara la blasfema apostura de sus textos.
Con total razón, Schoenberg objetó que el público centrase su atención en las palabras y no en la música: si la música hubiese sido melódica y pegajosa, nadie habría parado mientes en los textos –protestó con vehemencia–.
Un bon vivant frente al sufrimiento. Desde la soleada Toscana, Giacomo Puccini –el exitoso compositor de tantas óperas de primerísimo nivel–, tuvo siempre al Pierrot en la mira. El creador de Butterfly ostentaba –además del interés por lo novedoso– un profundo respeto por los creadores contemporáneos, lo que lo llevó a observar de cerca el trabajo de Camille Saint-Säens y Claude Debussy, pese a la clara disimilitud entre ambos.
A inicios de 1924, tan solo pocos meses antes de su muerte, Puccini se enteró de que el Pierrot lunaire , con toda su controversia a cuestas, sería ejecutado en el festival florentino bajo la dirección de su autor. Puccini decidió acudir a toda costa, pese a que en su fuero interno experimentaba el feroz avance de un carcinoma de laringe.
Una cortesía. El primer día de un “dolce aprile”, al mando de su moderno carricoche de motor, Puccini se desplazó hacia Florencia, ubicada a un par de horas de viaje. Se hizo acompañar de sus colegas Luigi Dallapiccola y Alfredo Casella.
Dallapiccola era un joven vanguardista recién laureado en ejecución pianística y había ya discutido con Puccini los experimentos de Schoenberg pues en 1921 había adquirido un ejemplar de Harmonielehre , manual de armonía que el austríaco había publicado.
En la Sala Bianca del Palazzo Pitti, el 1.° de abril de 1924 y bajo la batuta del propio Schoenberg, se ejecutó la versión completa del Pierrot lunaire , y el maestro Puccini siguió personalmente la ejecución con la partitura de la obra en sus regazos.
Al concluir la audición, Arnold Schoenberg –profundamente estimulado por la presencia de un personaje musical de los ribetes del compositor de Lucca– acudió a su encuentro.
Utilizando el francés como idioma intermedio, Puccini congratuló cortésmente al indiscutido jefe de las huestes de la modernidad y agradeció su generosidad por haberlo ilustrado acerca de la teoría de composición y orquestación del Pierrot .
“No tengo duda de que es una obra interesante y de mucha fortaleza”, espetó el italiano al austríaco, en los límites mismos de una civilidad convencional.
Realidad de un Pierrot. En el camino de regreso a Torre del Lago, en la ensoñadora Viareggio, Puccini se sinceró con sus acompañantes: “Pese a lo que pude haber experimentado, estoy profundamente contento de haberme aproximado a las raíces mismas de esta música, sobre todo, porque no puedo desconocer una realidad, como es su existencia”.
Agregó, luego de un rato de amena discusión: “De momento, no comprendo absolutamente nada, y siento que estamos tan lejanos de una verdadera concepción artística, como puede estar Marte de la Tierra; pero…, en todo caso, no se puede descartar que Schoenberg sea, en un futuro, ojalá muy lejano, el punto de partida que la historia tome en cuenta”.
No es posible procesar las manifestaciones del maestro de Lucca como si fuesen provenientes de un oráculo. El Pierrot lunaire fue ciertamente un desgarrador y anticipado llanto por el hombre del siglo XX, además de una perentoria llamada de advertencia acerca de los riesgos de su autoeliminación.
Empero, y como lo demuestra la estadística, la modernidad se agotó en sus manifestaciones externas, mientras las emociones que gestaron una geisha, una fiel esclava, o bien una florista parisiense –femeninas protagonistas de las óperas de Puccini–, mantienen íntegra su vigencia en la segunda década del siglo XXI.
Como elementos estructurales de la nueva música psicológica, la disonancia y el cromatismo –bien fueran utilizados por Stravinski, Richard Strauss o Schoenberg– sumieron a Puccini en un desconcierto que el mundo cultural no pudo soslayar.
Atonalidad y cromatismo fueron convocados como temas sustanciales de la estética musical contemporánea. ¿Habremos de verlos –un siglo después– integrando “una nueva forma basada en la esencialidad del mensaje humano”, como fue bosquejado por el propio Schoenberg? El relato de Puccini ante el Pierrot … no es otra cosa que el arte enfrentado con su propia Némesis.