En 1964, Los paraguas de Cherburgo tomó al Festival de Cannes por sorpresa al ganar el Grand Prix du Festival International du Film, galardón ahora conocido como la Palma de Oro.
El filme narra la historia de Geneviève (Catherine Deneuve) y su amor por Guy (Nino Castelnuovo), que llega a su fin cuando Guy es llamado a servir en el ejército.
Si bien Jacques Demy ya había obtenido prestigio por sus dos filmes anteriores La bahía de los ángeles (1963) protagonizado por la icónica Jeanne Moreau, y la tragicomedia de cabaret Lola (1961), fue su tercer película la que lo estableció como uno de los cineastas más estimulantes de su época.
El revuelo fue justificado, Los paraguas de Cherburgo llama la atención por su propuesta singular y hábilmente ejecutada. Un filme en el que cada línea de diálogo es entonada como canción, con una profundidad dramática atípica en los exponentes del género musical de la época.
La experimentación creativa del director alcanza con Los paraguas de Cherburgo una nitidez emotiva que lo acompañará a lo largo de su carrera. Una dulzura en ocasiones leve e inocente, o vibrante y convulsa en otras, y que emana de las situaciones más adversas.
La armonía de la contradicción
Desde sus primeros minutos, el filme marca el tono de lo que resta del metraje: un plano cenital acompañado por una melancólica partitura, compuesta por Michel Legrand, muestra a los transeúntes –y sus paraguas– caminando con desgano bajo la lluvia. Pronto, la música taciturna cesa para dar paso a un saxofón y una trompeta fervientemente entusiastas. Además, el gris de los adoquines se sustituye por una fiesta de colores pastel.
Demy parece interesado en trascender una gran cantidad de antinomias. Sin ocultar el contraste producido por sus decisiones estilísticas, logra pasar de la tristeza a la celebración y de la levedad a lo grave.
El sufrimiento y los contratiempos en la mayoría de filmes de Demy son eventos fecundos que, al colisionar con sus protagonistas –imperfectos héroes cotidianos repletos de paradojas–, generan situaciones dramáticas que no eclipsan un pequeño dejo de esperanza, a pesar de su fatalidad.
El filósofo francés Gilles Deleuze, hace 30 años, en su conferencia ¿Qué es el acto de creación? (1987) conjeturaba que una obra de arte es aquella que logra alcanzar el estatuto de “acto de resistencia” ante los discursos hegemónicos e imperantes de la sociedad. Y la estrategia de Jacques Demy ante cierta hegemonía cinematográfica es digna de reseñar.
El realizador trasciende una aparente superficialidad que el espectador puede percibir de entrada en sus filmes. Sus películas poseen muchas características del cine más comercial de la época, pero la innovación en el tratamiento de temáticas usuales es lo que enriquece su cine, proponiendo bastante más de lo que se adivina en una primera impresión.
En Los paraguas de Cherburgo se pone en cuestión el poder del amor cuando las circunstancias adversas imposibilitan la unión de sus protagonistas, al tiempo que realiza una crítica desencantada a aquellos usuales deus ex machina de la típica comedia romántica estadounidense.
Incluso, la usual levedad del musical no evita que se dé un comentario sobre las injusticias y tragedias, provocadas por el ideal colonizador francés en la llamada Guerra de Argelia.
La estrategia de resistencia, de aprovechar y subvertir las convenciones de géneros cinematográficos en un mismo movimiento, fue una de las características más definitorias del movimiento de la Nouvelle Vague , con el que Demy tenía constante diálogo –en particular con Chris Marker, y por supuesto, con su esposa Agnès Varda–.
Fue este diálogo con las vanguardias cinematográficas de la época lo que le permitió a Demy encontrar la forma de mantenerse fiel al llamado “cine de autor”, sin que con ello rechazara algunos insumos del entretenimiento hollywoodense.
En su carrera, Demy continuó experimentando con las dicotomías acá expuestas, entre un cierto bochorno romántico y la decadencia del amor, realizando un cine asequible, pero no por ello indulgente, cantándole a la vida, no una dulce e idealizada, sino aquella que se significa (y resignifica) debido a las pequeñas tragedias.
Matthieu Orléan, especialista artístico de la Cinemateca Francesa y colaborador de la revista Cahiers du Cinéma , asegura: “En Demy, el realismo y la maravilla se equilibran para dar a sus películas formas complejas y coloridas. Como si el cineasta no pudiera elegir entre polos opuestos, jugando con el poder mágico que puede ejercer un polo sobre otro”.
Le Cinéma En-chanté
Este juego de palabras, que se podría traducir como cine “encantado”, lo utiliza la crítica y teórica de cine Camille Taboulay como epíteto de la obra de Demy: su cine es un encanto, en el que la música y la canción tienen un papel preponderante.
El realizador ejecutó en su siguiente película Les demoiselles de Rochefort (1967) una fórmula muy similar, pero hiperbolizada: musical romántico y tragicómico, lleno de colores pastel. Sin embargo, esta no tuvo la aceptación por parte de la crítica de la que gozó su antecesora ni tampoco fue un triunfo comercial.
Esto no detuvo al director para seguir explorando su universo fílmico. Él aseguró que, con sus esfuerzos como director, intentaba crear un “mundo en filmes”, donde diferentes situaciones y personajes cruzaran caminos de una película a otra.
Así, al adentrarse en la filmografía de Jacques Demy, el espectador encontrará rostros conocidos de personajes de películas anteriores, quienes amenizan el filme con guiños autorreferenciales.
Nos queda el amor
Jacques Demy falleció en 1990. Agnès Varda, su viuda, dedicó no pocos esfuerzos a mantener su obra viva: un año después de la muerte de su esposo, filmó la muy sentida película Jacquot de Nantes (1991), que aborda las aventuras tempranas de Demy en su pueblo natal, llena de conmovedoras referencias a su cine.
La artista también le dedica gran parte del metraje del video-ensayo autobiográfico Les plages d’Agnès (2008), lo cual aportó nueva luz, por medio de su relación, a las constantes estéticas y temáticas del cine de Demy, quien representó lúcidamente las inherentes contradicciones del amor en sus trabajos.