Uriel Quesada urielq@hotmail.com
Cuba ha ejercido una profunda fascinación en mí. Cuando llegué a los Estados Unidos en 1997, mi comunidad de acogida fue la cubana, gente maravillosa que había naufragado, como Álvar Núñez Cabeza de Vaca, en los impredecibles desiertos del suroeste estadounidense. Con Morbila Fernández, Jesús Barquet, Eduardo Colom y muchos otros, recorrí una y otra vez la experiencia del exilio, la literatura, la música, la política (por supuesto) y la idiosincrasia cubanas, casi siempre alrededor de una mesa generosamente dispuesta. Como le ocurría a todos ellos, mi seña de identidad era la diferencia.
Fue a consecuencia de mi cubanofilia que compré un primer libro de Leonardo Padura, curiosamente en la librería Nueva Década, de San José, en 1998. Luego, ya en mi doctorado, escribí parte de mi disertación sobre el policiaco cubano, con Padura como figura central. Desde entonces he leído cada una de sus obras, incluso aquellas en las que aparece un poco al margen, como la interesante antología Variaciones en negro.
Sus primeros escritos fueron como crítico de la narrativa policiaca vigente en la isla en la década de los 70.
Durante los primeros años de la Revolución, la literatura detectivesca estaba prohibida por ser considerada una apología del capitalismo que la nueva sociedad estaba decidida a erradicar.
Sin embargo, hacia mediados de la década de los 60, las movilizaciones masivas de personas para trabajar en tareas agrícolas llevaron a las autoridades a producir novelas pensadas para el entrenamiento de los movilizados, entre las que se encontraban algunas obras del llamado hard-boiled o novela negra (por ejemplo, Dashiell Hammett, James M. Cain y Raymond Chandler ).
Leales y sospechosos. En 1966 apareció Enigma para un domingo, de Ignacio Cárdenas Acuña, novela que inauguró lo que sería conocido como el policiaco revolucionario. Paradójicamente, lo policiaco pasó de ser literatura del enemigo a literatura oficial del Estado. La popularidad de Enigma motivó a otros escritores a escribir novela policiaca.
El Ministerio del Interior empezó a patrocinar concursos dirigidos a autores aficionados, y se crearon colecciones que el público consumía con avidez.
Ese policiaco cubano invertía las reglas de la novela detectivesca tradicional, al convertir el crimen en una acción contrarrevolucionaria y al crear un mito del pueblo como guardián de su seguridad y de la revolución misma. Así las cosas, cualquier ciudadano era un posible detective, y, para descubrir quién era el criminal, bastaba con analizar la lealtad de los sospechosos al proceso revolucionario.
Para 1985, esta literatura promovida por el estado casi había desaparecido. Uno de sus críticos más acérrimos era Leonardo Padura, quien simpatizaba más bien con las ideas del neopoliciaco latinoamericano, cuyo principal representante era el escritor mexicano Paco Ignacio Taibo II.
Taibo proponía una literatura policiaca que fuera una reflexión de las condiciones sociales de cada país, lo que Padura llamaría una “crítica desde adentro”, en la que se recuperan valores liberales, como la distancia del sistema político, la crítica a una sociedad corrupta y la deconstrucción de las retóricas de poder.
En 1993, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) premió el manuscrito de Vientos de Cuaresma, la primera entrega de una tetralogía de novelas policiacas con el capitán Mario Conde como protagonista. En 1997 apareció en España Máscaras, libro que convirtió a Padura en autor internacional. Desde entonces ha publicado cinco novelas más de la serie Mario Conde, dos novelas de corte histórico, y una que combina expresamente ambas vertientes: Herejes (2015).
Fuera del paraíso. Si bien la saga del policía Mario Conde ha tenido un gran éxito, El hombre que amaba a los perros (2009) le ha permitido a Padura entrar finalmente a mercados sumamente difíciles, como el estadounidense, donde la prestigiosa editorial Farrar, Straus and Giroux la publicó en 2014. Aquel libro sigue los pasos de León Trotski y de su asesino, Ramón Mercader, y puede considerarse una profunda meditación sobre la violencia tras las utopías sociales que marcaron casi todo el siglo XX.
Padura es básicamente un desencantado en busca de un paraíso que quizás nunca ha existido. Sus personajes malviven en el presente, pero la memoria y la búsqueda histórica les permiten al menos ponerse en paz consigo mismos. Ese pasado es, en esencia, trauma político y violencia. Sin embargo, no debe pensarse que las novelas de Padura son grises. Por el contrario, un elemento fundamental es la solidaridad, que persiste a pesar de todas las pruebas.
Padura, como mis amigos cubanos de Nuevo México, ha llegado por la vía dura a (re)conocer el envés de las utopías. Su obra representa a una generación que creció segura de construir un nuevo país, y que ha terminado dispersa y rota.
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Por sus libros de cuentos y novelas, Uriel Quesada ha recibido los premios Aquileo Echeverría (dos veces), de la Editorial Costa Rica y Áncora. Es director del Centro de Estudios de América Latina y el Caribe de la Universidad de Loyola (Nueva Orleans) y vicedecano de la Facultad de Humanidades y Ciencias Naturales de dicha universidad.