No mentimos; lo que pasa es que la realidad se mueve demasiado pronto. La mentira puede ser un arte, pero, como aquí no nos metemos en política, hablemos de literatura.
La verdad de las mentiras es el título de un libro de ensayos de Mario Vargas Llosa dedicados a escritos de ficción. Lo que nos intriga es que tales ensayos no se refieran también a los programas electorales: quizá porque lo que empieza siendo mala literatura termina siendo mal gobierno. A ciertos candidatos –narcisistas de mal gusto– deberíamos decirles: “Si juegan con mis sentimientos, al menos dividamos las ganancias”. Los necios zalameros son tontos en almíbar.
Es de larga data un consejo que los preceptistas regalan a los escritores: que los personajes imaginarios se porten como si existieran, aunque lleven alas cual Mercurio.
Zeus es Zeus, y no debe hablar con el lenguaje de los artículos de Arturo Pérez Reverte, sudorosos y gritones. El humanista español Luis Zapata y Chaves (1526-1595) ya nos advirtió en su ensayo De algunos yerros poéticos: “Las mentiras se han de decir con la decencia que si fueran verdad” (Jesús Gómez: El ensayo español, 1996, v. I, p. 126).
La mentira es universal. Todos mentimos, aunque algunos nos dedicamos también a otras cosas.
Lo que debería intrigarnos más que la universalidad de la mentira, es la universalidad de la prohibición de la mentira.
Esa interdicción de la mentira es un golpe contra el relativismo ético radical. El relativismo es la fe en que las ideas solo dependen de la época, del lugar y de la clase social (la familia, el oficio, etcétera); empero, ¿qué ocurriría si descubriésemos que hay prohibiciones universales y eternas?
Ocurriría que deberíamos separar las costumbres (siempre transitorias) de la ética (constante). Ciertas costumbres son siempre antiéticas, como la costumbre de golpear a los niños, pero otras costumbres son neutras. Por ejemplo, el largo de la ropa femenina es solo una costumbre, nunca un hecho moral o inmoral. Inmoral sería obligar a las mujeres a vestirse según un dictum religioso o político –el que también es otra costumbre, pero que por desgracia dura más–.
A diferencia de las costumbres, los principios éticos no cambian si son los esenciales: no mentir, no robar, no dañar, ayudar, obedecer...
La constancia de aquellos principios éticos ha intrigado (en este artículo va habiendo demasiada intriga) a los filósofos pues ya es demasiada coincidencia que los mismos principios éticos compartiesen los conquistadores europeos y los aborígenes americanos. En términos de entonces, se afirmaba que los indígenas de América seguían una “religión natural”; id est, una ética natural pues eran ajenos a las tradiciones éticas judeocristianas.
Quienes sostenían esas tesis llevaban razón. Si mentir siempre es vitando, el rechazo de la mentira dentro de cualquier grupo nos viene de la naturaleza: de la selección natural, no de una convención, no de un contrato social. Perviven las especies gregarias (como la humana) en las que hay confianza, y la confianza necesita la verdad.