Por todo lo alto, el jueves 21 de octubre de 1897, en nuestro pequeño San José se inauguró el Teatro Nacional. Cubriendo con rigor la noche de gala, la prensa no dejó ir detalle alguno del acontecimiento: en efecto, el teatro era una joya arquitectónica en el ambiente apenas urbano de San José.
No obstante, un lunar había en todo aquello y tampoco lo calló la prensa. Solo dos días después de la apertura, el Diario de Costa Rica señalaba: “¡Ah! Pero lo que de veras sí es feo y se debe quitar a todo trance, es la casa vieja que está situada frente al Gran Teatro. Eso es horrible, sale uno de aquel palacio encantado para encontrarse con ese mamarracho vetusto. ¡Abajo el casuchón deforme!”.
Así se refería el periódico a la casona colonial que, a juzgar por una fotografía de la época, ocupaba todo un cuarto de manzana en la esquina noroeste del cruce de las actuales avenida 2 y calle 3, frente del recién inaugurado teatro.
Escuela, cuadra y aduana. Sólido, del inmueble se decía que era construido en piedra de Pavas; y José Fidel Tristán, que lo conoció, lo describe así: “Era una casa grande, con dos patios, corredores y muy espaciosos salones. Oí decir que había sido una de las mejores del viejo San José”.
“En este edificio tuvo su escuela privada José Ramón Chavarría […]. Recuerdo haber visto, colgando en las paredes, varios cartelones en donde […] enseñaban a deletrear a los pequeños. Las aulas tenían bancas largas […]. Mis recuerdos de esta escuela son muy vagos. No puedo recordar cuánto tiempo sobrevivió ni cómo terminó” (La Aduana Central).
La escuela se ubicó en el sitio en el decenio de 1870, mientras que –según el periodista Fernando Borges–, en 1883, el español José Feo estableció una cochera para su empresa de diligencias en el “viejo casuchón, por él convertido en cuadra” (Desde el lujoso landó de don Tomás Guardia).
Luego se instaló allí la aduana principal de San José. Según Tristán, “las mercaderías llegaban en carreta desde Carrillo, subiendo por la cuesta de Amón, en donde hoy está el barrio del mismo nombre, para estacionarse en las calles, en donde se formaban largas filas. Aquel lugar era un centro de gran actividad”.
Después agrega Tristán: “Al costado este de la Aduana, calle de por medio, había un casuchón con un larguísimo corredor enladrillado, al final del cual existía una zapatería, notable por su mal olor y suciedad [que] desapareció cuando se construyó el Teatro Nacional”.
Esa obra se inició en 1891, en el mismo año en el que la aduana se trasladó al edificio construido con tal fin, al nordeste de la ciudad, en lo sería luego el barrio Aranjuez.
Por esa razón, una vez terminado el teatro y en vista del contraste que representaba con aquel, se pensó en demoler el viejo edificio para construir una plaza. Así lo expresó el mismo Diario de Costa Rica en su edición del 16 de noviembre de 1897: “Preguntamos ¿en qué quedó el famoso proyecto de hacer un parquecito frente al Teatro Nacional, en el lugar que ocupó la aduana antigua?”.
La plaza del Teatro. Sin embargo, aún pasados tres años, en 1900, no se había hecho nada al respecto, como se desprende de esta nota de La Prensa Libre:
“No sabemos quién sea el propietario de ese caramanchel, pero es lo cierto que el señor Gobernador, la Municipalidad, el Gobierno o la Policía de Higiene, debieran ordenar la demolición de aquel ‘terronero’ que se encuentra frente al Teatro Nacional, ya que es verdaderamente desconsolador ver al lado de este edificio ranchos semejantes”.
Solamente en 1902, ya en el gobierno de Ascensión Esquivel Ibarra, se derribó por fin el inmueble en el que estuvo la aduana, con el objeto de convertir su terreno en una plaza para “el Coliseo”, como se llamaba pomposamente al teatro. Con ese espacio, se despejaba su frente y se le brindaba alguna perspectiva, así fuera solo desde la estrecha avenida adyacente.
Llamada usualmente “plaza del Teatro”, en 1904, gracias a una moción presentada por el historiador Ricardo Fernández Guardia –a la sazón regidor municipal–, se la bautizó “plaza de Mora” en honor al primer jefe de Estado de Costa Rica, Juan Mora Fernández (1784-1854), a quien, además, debería erigirse un monumento en el lugar.
Por entonces también, el maestro de obras José Dolores Navarro Rojas recordaba haber contratado, “con don Oscar Rohrmoser, las arcadas frente al Teatro Nacional, plano hecho por [el arquitecto Jaime] Chame Carranza” (Narración de la vida de un obrero).
Tales arcadas son unos pasos a cubierto o corredores longitudinales, abiertos por una serie de arcos de medio punto, que se levantaron a los costados norte y oeste de dicha plaza. Construidas en ladrillo y concreto, su estética neoclásica es de inspiración griega y de orden jónico.
Neoclásica también era la apariencia de las columnas de granito unidas entre sí por cadenas colgantes y por un pretil de la misma piedra, con el que se cerraron los costados sur y este de la explanada. Tales obras vinieron a reforzar la unidad estética del conjunto urbano formado por el nuevo teatro y la vieja universidad, ubicada a su costado suroeste.
La estatua del prócer. La planta de la elegante plazuela tenía una rotonda en el centro, bordeada por una acera de la que salían cuatro brazos. Orientados a los puntos cardinales, dos de ellos comunicaban con la escuadra de la arcada, otro con la calle 3, y el cuarto con la avenida 2.
A su vez, los cuadrantes resultantes se cubrieron de césped, igual que la rotonda central que, destinada al monumento al prócer, permanecería vacía por muchos años. Así, más de una década después, en abril de 1917, el mismo Fernández Guardia decía en el periódico La Información:
“Entre las deudas de gratitud que Costa Rica tiene que pagar hay una que está por encima de todas: la que tenemos contraída con aquel ciudadano inmaculado que se llama don Juan Mora Fernández”.
“¿Por qué no tiene el ‘Padre la Patria’ su estatua en la plaza de su nombre, frente al Teatro Nacional? […]. Yo apelo una vez más al patriotismo de los costarricenses para que se honre como es debido la memoria del Primer Jefe del Estado, del hombre que por sus virtudes mereció en vida la admiración y el respeto de la América Central”.
Sin embargo, únicamente en 1921, con ocasión del centenario de la Independencia, se colocaría el monumento en el sitio. Neoclásico, como el resto del conjunto, el bronce era obra del escultor francés Charles Raoul Verlet (1857-1923), un reconocido artífice, miembro de la Academia de Bellas Artes de París y cuyas obras figuraban ya en numerosos museos y plazas de Europa y América.
La develación –saludada con una salva de 21 cañonazos– tuvo lugar el 15 de setiembre de 1921, en medio de una solemne y concurrida ceremonia. Para la ocasión se varió el diseño de la plaza pues se le eliminaron las columnas y las cadenas; se conservó el pretil, y las cuatro aceras internas se cambiaron por diagonales.
Aquel sería el primero de muchos otros cambios que en las décadas venideras vería ese espacio público: luego vendrían árboles, poyos, fuentes, quioscos chinos, nuevas bancas, invasivas macetas y vulgares chinamos…: a todos ha sobrevivido –así sea arrinconada– la imagen del patricio que le da nombre y sentido a esa plaza josefina.
El autor es arquitecto, ensayista e investigador de temas culturales