En 1929, rumbo a Guanacaste, salían de San José los músicos y educadores costarricenses José Daniel Zúñiga , Julio Fonseca y Roberto Cantillano . Su tarea, encomendada por la Secretaría de Educación, era recopilar la música tradicional de aquella región, trabajo que se considera hoy el más importante material folclórico de Costa Rica.
En opinión del investigador Dionisio Cabal, aquella tarea –que completarían dos viajes más– partía del supuesto de que no era relevante lo que aún existía en el “urbano” Valle Central de Costa Rica en términos de música criolla.
Así, paradójicamente, ese primer y valioso estudio de parte de la tradición cultural del noroeste del país causó que las tradiciones musicales de otras áreas históricas –empezando por la central– fueran dejadas de lado desde entonces.
El "paisaje de la patria". Menos de un año antes de aquella gira inicial, en noviembre de 1928, con el patrocinio del Diario de Costa Rica y de la Embajada de la Argentina, en el Teatro Nacional se inauguró la Exposición de Artes Plásticas , primera de ocho exhibiciones que se realizarían en la década de 1930.
Entre otras manifestaciones plásticas esperables, esas muestras evidenciaron una marcada tendencia a adoptar el paisaje rural meseteño como tema predilecto, sobre todo entre los jóvenes pintores. En esta tendencia, la mestiza y tradicional casa de adobes sobresalió como icono entre la vegetación y la topografía propias de nuestra región central.
De ese modo y desde entonces, en la imaginación colectiva del meseteño, el “paisaje de la patria” se conformaría esencialmente así: su habitante era el intemporal “labriego sencillo” del Himno Nacional, que movilizaba el producto de su esfuerzo en carretas pintadas y vivía en casas de adobes apartadas de los centros urbanos… mientras clamaba “bombas” y bailaba al son del “punto guanacasteco”.
Paradójicamente también, la casa de adobes se convirtió así en la única arquitectura tradicional valorada y valorable del país, su “casa típica” por excelencia, y dejando fuera de toda consideración otras manifestaciones arquitectónicas presentes en el Valle Central y, por supuesto, en las demás regiones culturales de Costa Rica.
Por eso, como la música criolla del centro del país, la arquitectura tradicional guanacasteca quedó relegada durante mucho tiempo, y lo prueba la aún escasa bibliografía disponible sobre el tema.
Aparte de pocos, tales atisbos en dicha arquitectura tampoco son integrales pues no abarcan el patrimonio construido de toda la región, ni menos aún su gran riqueza y su variedad, que va de lo prehispánico a la primera mitad del siglo XX.
El origen de ese olvido puede rastrearse en el inicio mismo de la tendencia “nacionalista” dicha, en la década de 1880. Según Luis Ferrero, entonces fue cuando Ezequiel Jiménez Rojas (1869-1930) pintó aquellas viejas casas de tradición colonial que, a su juicio, ya solo iban quedando en los aldeanos arrabales josefinos, “hacinamientos de adobes, tejas y calles barrialosas” donde no llegaba aún el modernizante progreso del orden liberal” ( Gozos del recuerdo ).
La razón de un olvido. Por su parte, José Rojas Sequeira (1864-1926) era otro pintor y dibujante costarricense, que en 1892 se recibiría como profesor de Estado en tales materias. Coetáneo de Jiménez Rojas pues, al igual que él y que sus pares literarios –Magón y Aquileo entre otros–, Rojas Sequeira se inclinaría también por ese costumbrismo de la época.
Así lo plasmaría al menos en dos grabados que –a partir de sus dibujos a plumilla– se publicaron también en 1892 en el Almanaque Centro Americano para el año 1893 , de la Librería Española, de Vicente Lines. Los grabados se titulan Recuerdos de Nicoya y El baile suelto , y se caracterizan por sus temas guanacastecos.
No obstante, si bien esos gráficos refieren a Nicoya –por excelencia, origen de lo regional–, el énfasis del segundo es la danza llamada “son suelto” o “punto guanacasteco” –por demás, ejecutada en medio de la típica “parranda” de la zona–. Así la describe el músico e investigador Raziel Acevedo:
“Al llegar la noche, los vecinos del pueblo, animados por el arrebato producido por la danza, hacen suya una calle, la cual es cerrada con bancas para formar una especie de rectángulo, donde se ha de realizar el baile […]. Al iniciar la música, producida por una marimba y una guitarra en un rincón […], los asistentes saltan al sonar los primeros acordes” ( La parranda guanacasteca ).
En cambio, la arquitectura del lugar queda relegada al fondo del cuadro de costumbres; apenas es parte de una escenografía en la que se confunden –entre los árboles–, a la izquierda, un rancho de clara estampa y estirpe prehispánica; a la derecha, una casa de tradición española, que puede suponerse construida de adobes o de bahareque.
A diferencia de las mencionadas obras de Jiménez Rojas –que cultivó también el cuadro de costumbres hasta el punto de que ilustró las Concherías de Echeverría –, nada hay en esa obra que siquiera insinúe interés por la arquitectura guanacasteca.
Reconstrucción de un paisaje. Así vemos cómo, casi cuarenta años antes de que se oficializara el prejuicio de ver a Guanacaste como la única “región folclórica” de Costa Rica –desplazando al resto del país y a sus manifestaciones ancestrales–, dicha actitud se concretaba ya plásticamente.
En consecuencia, en el primero de los grabados, una vez más, el énfasis está puesto en la escena donde unos pescadores de ribera –posiblemente en un punto de esa imprecisa frontera entre el río Tempisque y el golfo de Nicoya– parecen llegar al rancherío que los alberga.
Allí, en primer plano también, pero sin disfrutar del énfasis dicho, una de las llamadas “casas de empalizada” se deja ver levantada sobre el suelo, cual es costumbre allí para evitar las “llenas” del río.
Como en la gráfica anterior, detrás hay otra vaga casa entre los árboles: la arquitectura en Guanacaste es solo fondo sin forma precisa –parece decir el cuadro–.
Por fortuna, desde la misma época en la que Rojas Sequeira plasmó tal indiferencia en sus dibujos, fotógrafos como los hermanos Painter, Manuel Gómez Miralles , Fernando Zamora, Amando Céspedes Marín y otros, nos legaron –en sus históricas imágenes– retratos fidedignos de la amplia variedad de la arquitectura tradicional guanacasteca, documentos invaluables para reconstruir un paisaje social del que se tenían costumbres y música, naturaleza y producción, mas no un singular patrimonio construido.
Gracias a su trabajo y a lo que de ello queda en toda la región, hoy podemos sumar, al rancho pajizo, la casa de empalizada y el tabanco de origen indígena; a la casona de hacienda y las entejadas casas de adobes y de bahareque de tradición colonial nicaragüense, las despintadas casas de tablones desbastados a mano y las características y coloridas casas de madera industrializada, quizá la más particular manifestación del paisaje edilicio del noroeste de Costa Rica.
Por una paradoja más, esas últimas construcciones estaban naciendo allá en los años treinta del siglo XX…, precisamente cuando el Guanacaste construido, tradicional y vernáculo empezaba a desdibujarse en la imaginación y en el paisaje de una patria empeñada en ignorar sus contrastes.
El autor es arquitecto, ensayista e investigador de temas culturales.