Con 88 años, en su frecuentada soledad del profundo sur de los Estados Unidos, la escritora Harper Lee solo ha publicado una novela: Matar un ruiseñor, pero se la ha leído como si fuesen muchas pues en realidad lo son. Esa novela son las novelas de una familia sin madre, de los juegos de la infancia, del mínimo universo que es un pueblo visitado por el campo, del racismo, de la ética, del odio y de la compasión.
Los dioses viajeros y las obras de arte verdaderas ganan el don de la ubicuidad pues están en todas partes, y son eternas –o sea que están en todos los lugares del tiempo–.
Harper Lee es descendiente del general Robert E. Lee, jefe del ejército confederado durante la guerra civil. Lee detestaba la esclavitud, pero luchó contra quienes pretendían abolirla ya que, para un caballero del Sur, los buenos modales valían más que las buenas ideas. “Ironías de la historia” llamaba a estas cosas imposibles el historiador polaco Isaac Deutscher.
Matar un ruiseñor ha quedado por sí misma y también por su protagonista, Atticus Finch (recordémoslo con la faz y el señorío de Gregory Peck en la versión de cine).
Finch es un viudo, padre de la narradora en la novela, y abogado defensor de un negro acusado injustamente. El jurado, conjurado, lo condena, y la justicia vuelve a naufragar en los mares del Sur.
Años después, en una encuesta, Atticus Finch fue elegido el mayor héroe del cine norteamericano, sobre Rocky Balboa, encarnado por el a veces actor Sylvester Stallone, de vocales tan poco consonantes, y cuyos secretos y turbios parlamentos son el mayor homenaje del cine sonoro rendido al cine mudo.
El 14 de junio del 2013, la revista Another presentó a los diez personajes-padres ejemplares del cine, y, por supuesto, Atticus fue el primero; lo extraño fue el segundo: don Vito Corleone, el Padrino, quien entendió que cuidar a su familia –en ambos sentidos– era su deber más alto. En el fondo, don Vito fue un señor que quiso dar a sus hijos lo que él nunca tuvo. Fue un vecino que todos deseamos tener mientras no seamos de la familia contraria.
Los estudios científicos de la paternidad no son muchos; “brillan por su ausencia”, cual decimos los que solo brillamos en ella. Los prejuicios aconsejan suponer que la ternura con los recién nacidos es una actitud vitanda en los hombres, incluso en los padres.
Sin embargo, el antropólogo de campo Irenäus Eibl-Eibesfeldt alude a sociedades “primitivas”, como los bosquimanos y los eipos, “en los que predominan la poligamia y la guerra” y en las que los juegos y los cuidados paternos son ejemplares (Biología del comportamiento humano, IV, 3). Eibl añade que ideas contrarias se deben a prejuicios de la antropóloga Margaret Mead.
La biología prueba que la conducta del padre cambia por “contagio” de su mujer gestante: la hormona prolactina le sube, y la testosterona le baja, lo que promueve el cuidado paterno (Dick Swaab: Somos nuestro cerebro, cap. II).
Atticus Finch y Vito Corleone se dedicaban a negocios opuestos, pero sus afectuosas hormonas no.