Como educador, periodista y escritor, Roberto Herrscher es un hombre de cinco sentidos. No solo los tiene; también los usa, los enfoca y los combina con un arte que parece el resultado fácil y natural de un talento sin fricciones, pero que es, al mismo tiempo, producto del esfuerzo, el método y la perseverancia con que emprende sus tareas.
Por esto, sus clases –¿o descubrimientos colectivos con estudiantes?– son tan eficaces, fluidas y memorables. Por esto, sus trabajos periodísticos nos sumergen en cuerpo y alma, emoción y razón, en los temas y los sujetos a los que apunta su catalejo. Por esto, su libro Periodismo narrativo articula una estimulante síntesis de periodismo y pedagogía.
Entré en estas páginas con enorme curiosidad y sano distanciamiento, y salí de ellas con la certeza de que, por el instrumental que despliega, los ejemplos que comparte y el estilo en que se manifiesta, Periodismo narrativo ocupa un nivel sobresaliente en la literatura sobre nuestra práctica y profesión. Como su autor y la materia que trata, es un libro racional y sensorial. Parafraseando una frase de Punto omega, novela de Don DeLillo, su texto, más que verlo o leerlo, lo sentimos.
Síntesis extraordinarias. Nunca he creído que una sola fórmula, abordaje, método, idea, valor o molde –pedagógico, profesional o ideológico– ofrezca la llave mágica para responder ante los heterogéneos desafíos, preguntas o estímulos con que nos confronta la realidad; en este caso, la del periodismo.
Por esto, no creo que el periodismo narrativo sea “el” camino que siempre y todos deben seguir, ni el Santo Grial salvador en estos tiempos de turbulencia mediática.
Tampoco lo son, por sí solos, el periodismo ciudadano (en cualquiera de sus colores, sabores o plataformas), el interpretativo, el investigativo, el informativo, el de ideas, el de opinión, el “experto”, el temperamental, el bloguero, el tuitero, el militante o cualquier otro que deambule por las diezmadas redacciones contemporáneas u ocupe la mente de singulares creadores.
Cada uno de esos géneros o abordajes forma parte de una caja de herramientas abierta a las oportunidades, necesidades y –por supuesto– talentos de cada periodista, o de las particulares tareas que emprenda.
Lo importante es usar selectivamente las herramientas para interactuar lo mejor posible con los hechos, situaciones o personajes de que nos ocupemos, y para llevar al público el resultado de cada contacto profesional.
Sin embargo, también creo que el periodismo narrativo es una de las opciones más humanas que existen, y que está entre las más integrales, para autores y receptores. También creo que, bien ejercido, como Herrscher hace, enseña y pregona, puede lograr extraordinarias síntesis de interés, relevancia y seducción, y desvelar las capas de las razones y consecuencias que a menudo ocultan el verdadero sentido de la realidad. A esto apunta su libro y da en el blanco.
El periodismo narrativo no consiste en la anécdota o el caso con el que se colorean los textos estrictamente informativos para darles una cierta vida artificial o tratar, sin éxito, de generar empatía en el público.
Cuando las historias se usan de tal manera, se convierten en accesorios sin función sustantiva: en el mejor de los casos, estorban; en el peor, distorsionan si presentan como “típicas” de una situación a personas o viñetas que apenas constituyen ejemplos aislados.
El valor de las palabras. En la versión de Herrscher y de cualquier otro de sus evangelistas o practicantes serios, el periodismo narrativo es una forma de enfrentar porciones de la realidad que, para ser comprendidas, demandan una inmersión total en su engranaje.
Su origen está en una buena selección del caso y en hurgarlo cuidadosamente, hablando, oyendo, mirando, tocando y oliendo; es decir, debe partirse de la densidad sensorial. Gracias a ella, y a la investigación rigurosa, surgirá la materia prima que, primero valorada, jerarquizada y sintetizada, y luego tallada estructural y estilísticamente con voluntad de orfebre, conducirá a piezas memorables… o no tanto, pero, al menos, dignas.
Estamos ante un periodismo de autor que descarga un enorme peso profesional y ético sobre sus oficiantes. Roberto nos lo recuerda sin sermones, apelando a los hechos y los resultados.
El autor-periodista narrativo debe estar consciente de que sus sentidos siempre tendrán nubes que los condicionen, a partir de los conocimientos, experiencias, prejuicios, talentos, convicciones y limitaciones de cada uno.
Por eso, el periodista debe llenarse de amplias dosis de humildad y aderezarlas con impecables métodos y distanciada actitud para sopesar, escoger, descartar y relacionar hechos, palabras, imágenes, personas, acciones y versiones.
En síntesis, primero debemos consumirnos y empaparnos de realidad; luego salir, secarnos y distanciarnos para narrar con la mayor honestidad, rigor, creatividad y atractivo posibles, y hacerlo con llana transparencia lingüística, tomando en cuenta, como escribió Jorge Luis Borges, que, “salvo en las severas páginas de la historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables” y, como Sándor Márai, que el valor de las palabras “no es solo lo que significan, sino el ámbito que iluminan”.
Múltiples lecciones. El libro combina la transparencia estructural con la viveza del lenguaje y la eficacia de la buena pedagogía. En la primera parte, Roberto Herrscher presenta el repertorio de las herramientas, expuesto con una mezcla de fluidez comunicativa, solidez conceptual y relevancia de ejemplos.
Luego, el autor nos confronta con una legión de grandes maestros –y muy pocas maestras–, agrupados alrededor de características comunes detectadas por Roberto Herrscher, y acompañados de las “lecciones aprendidas” a partir de su destacado desempeño periodístico. Así cierra el círculo.
Habría deseado un capítulo final –o atalaya futurista– en el que Roberto Herrscher se extendiera sobre el periodismo narrativo en tiempos de redes digitales y sociales, portabilidad mediática y atención dispersa. Me temo que, ahora más que nunca, el público para este y otros tipos de periodismo de alto octanaje son las minorías.
Sin embargo, confío en que su impacto pueda extenderse a otras personas mediante círculos concéntricos de repercusión social y literaria, y que siempre haya formas de costear el esfuerzo que generalmente implica.
Lamento no haber contado con Periodismo narrativo para guiar el curso sobre “Géneros especiales del periodismo” que en la pasada década impartí en la Escuela de Comunicación de la Universidad de Costa Rica, o para hacer más sistemáticas mis conversaciones con algunos de nuestros más talentosos periodistas cuando dirigí el diario La Nación de Costa Rica.
Sin embargo, me alegra saber que muchos entusiastas del periodismo, en ejercicio o en formación, como ejecutantes o como público, contarán con este libro para inspirar su oficio, afinar sus percepciones y mejorar su desempeño, porque –además de muchas otras virtudes– esta publicación tiene el valor de presentarnos un periodismo que confía en sí mismo sin ser arrogante.
Termino con un apunte personal: mi vinculación con Roberto Herrscher. Comenzó hace muchos años en la Universidad de Costa Rica, y desde entonces se ha desarrollado, en mucho a la distancia, al ritmo de nuestras respectivas demandas, oportunidades y opciones profesionales.
Como toda relación genuina, evoluciona y se enriquece constantemente, y de ella han surgido muchas satisfacciones; entre ellas, mi gran aprecio por Roberto, como ser humano y profesional. Ambas dimensiones permean su libro, que sintetiza su nervio inquieto, su mirada múltiple, su capacidad de asombro, sus decantados conocimientos, su solidez intelectual y su apertura mental.
Periodismo narrativo se parece a Roberto Herrscher, y viceversa. Este ha sido uno de mis gratos descubrimientos al leerlo. Auguro que habrá muchos más para otros lectores, a quienes recomiendo entrar en el texto con sus cinco sentidos. A Roberto le ofrezco mis disculpas si lo desalienta que en este prólogo no haya contado ninguna historia. Las que contiene el libro son más que suficientes; además, mejores que las mías.
El autor es periodista y ha sido director de La Nación entre los años 1982 y 2003; es el embajador de Costa Rica ante la Organización de las Naciones Unidas.