Víctor Hurtado Oviedo, editor vhurtado@nacion.com
Quien cree en fantasmas se entrena en vida para volver más tarde. En todos los sitios hay miembros fantasmas. Los lugares que se distinguen mejor en dicha especialidad son los castillos escoceses, cuyos precios de venta cambian según estén provistos o privados de un surtido decente de espectros. Un fantasma que fue marqués, y no barón, revalúa mucho la propiedad; y no se diga de un castillo dotado de un duque que participó con entusiasmo en la decapitación de don Carlos I, rey que fue hasta la mencionada.
Antes de que nuestros lectores compren uno o muchos castillos, es conveniente que verifiquen al tacto que aquellos castillos existen detrás de la niebla escocesa: se han dado casos de castillos-fantasma que han desaparecido con la niebla y con el vendedor, quien, además, suele estar al día con la evasión de impuestos.
Vale también exigir una entrevista previa con el fantasma, el que, por lo menos, debe lucir las destrezas de inhalar rapé y de hablar en el inglés isabelino. Al primer “You know!”, el tal marqués quedará descalificado pues probará que, en sus ratos libres –que son todos–, se dedica a ver comedias para adolescentes habladas con la fonética del pato Donald.
Miembros fantasmas también existen –pero mejor sería decir “no existen”– en ciertas oficinas públicas: son aparecidos que se aparecen en los días 15 y 30 de cada mes para cobrar sus sueldos, aunque la cibernética hace hoy posible cobrar por teleausencia.
Parece que entre los diputados también hay fantasmas, pero esto nunca se ha comprobado pues nadie los ha visto, aunque, lógicamente, el no haberlos visto es una prueba suficiente de que existen.
Otro celebrado reino de fantasmas es la literatura. Se han escrito muchos cuentos de fantasmas, y algunos son realmente admirables pues demuestran cómo, con tan pocas ideas, puede escribirse cuentos tan simples.
Tales son cuentos escritos para que nos distraigamos, pero, al leerlos, nos distraemos de los cuentos. En dichos cuentos, el final feliz consiste en que el cuento termine. Su economía del lenguaje lleva a la quiebra al estilo.
Autor fantasma es quien escribe para que otro se lleve la gloria que ninguno de los dos recibirá.
El último, pero no el menos falto de importancia, es el miembro fantasma que estudian los fisiólogos. Si se le amputa una mano, la persona la siente y cree moverla durante un tiempo. Ciertos filósofos han aprovechado ese misterio para marearnos con hermosas divagaciones: jardines cuyas puertas de salida se les han perdido. Fue el caso de Maurice Merleau-Ponty, quien escribió Fenomenología de la percepción , libro en el que se supone que el “Yo” siente el miembro fantasma porque “no acepta” el haberlo perdido.
En realidad, la explicación es otra: el lóbulo frontal del cerebro tiene una zona asignada a la mano y sigue lanzando órdenes de movimiento, y el lóbulo parietal siente la mano hasta que las sinapsis correspondientes se deshacen con el tiempo. Mientras tanto, el “Yo” sigue en otra parte: seguramente, leyendo filosofía idealista, y no fisiología.