Víctor Hurtado Oviedo, editor vhurtado@nacion.com
Lo peor de las conferencias son las boquitas, y no aludimos necesariamente a esa panadería de espanto que a veces termina por redondear la pesadez de portaaviones de la charla inferida por el conferenciante. A las tres horas de oír un horrísono desbarro, abofeteado de orejas, cañoneado de frases, el culto público –o el de siempre– se hunde en el sueño como en un nirvana de emergencia: se disuelve en el no-ser y cae en regresión psíquica hasta tocar, con las pestañas, la otra eternidad, que precedió al Big Bang.
Las conferencias se diferencian de los conciertos filarmónicos en que en los conciertos se tose más.
Para ciertas charlas vale la máxima popular “Lo que mal empieza mal acaba”, pero con la debida aclaración de que algunas conferencias son los males que nunca acaban.
Puede ocurrir que algunos panecillos posconferencia sirvan mejor como proyectiles de barras bravas, o para colocar la primera piedra del salón comunal que tanto hemos esperado desde nuestra alejada infancia, la que ahora ha pasado a nuestros nietos.
El salón comunal es la esperanza que mantuvo vivos e ilusionados a los ancestros del Homo sapiens mientras se producía la evolución de las especies. Si no hubiera sido por la esperanza del salón comunal, saldríamos como los monos en la saga de El planeta de los simios.
No nos referimos, entonces, a aquellas boquitas ofrecidas en bandejas al público, que las recibe como su última voluntad pues la aparición de las boquitas tras el fin de una conferencia es la demostración de que ya todo ha terminado.
En las charlas hay otras boquitas: son las bocas que siempre tienen algo que decir cuando llega el turno de las preguntas, respondidas durante las mismas preguntas. Cuando intervienen en las charlas, esas boquitas se pintan solas.
Las boquitas preguntonas más dolorosas surgen cuando el conferencista ya ha acabado, quiere tomarse su vino y comerse su pan, y las boquitas, allí: dale con preguntar al charlista charlatán jalándolo de las mangas, que terminan como las de los bongoceros de Pérez Prado, genio absoluto de la música.
Para los conferenciantes, las preguntas posconferencia son como la segunda vuelta de la que ya saben que saldrán perdiendo.
El preguntar puede ser un arte, y ya Pablo Neruda escribió el Libro de las preguntas, en el que preguntó (con su manía de no abrir las preguntas) “Cuántas preguntas tiene un gato?” y “De dónde saca tantas hojas / la primavera de Francia?” La letra del bolero ¿Y?, de Mario de Jesús, se compone de preguntas. ¿Y? es el bolero de título más breve que la memoria del olvido.
La ars rhetorica también se acordó de las preguntas e inventó las retóricas, afirmaciones vencidas por la cortesía: “¿No le parece que ya es suficiente?” (= “¡Ya basta, oiga!”).
La filosofía gira su vértigo alrededor de dos preguntas: “¿Por qué hay seres?” y “¿Por qué no hay solamente nada?”. Las teologías tienen sus respuestas, la física aún no arma la suya. Sola, la filosofía seguirá preguntándose. La filosofía sí es el libro de las grandes preguntas.