El director de la Filmoteca de Cataluña, Esteve Riambau, escribió una historia del cine francés de la segunda mitad del siglo XX: El cine francés, 1958-1998 . De la Nouvelle Vague al final de la escapada (Paidós, 1998). Es un valioso trabajo que, desde su título, mostraba un rasgo paradójico del cine francés contemporáneo: parece comenzar y terminar en el mismo punto, la Nueva Ola.
En 1958, Claude Chabrol se convierte en el primero de los críticos de Cahiers du Cinéma que estrena un largometraje: Le beau Serge (El bello Sergio), premiado en el Festival de Locarno. En noviembre del mismo año murió André Bazin, figura paternal para François Truffaut y guía espiritual para este grupo, en el que también estaban Jacques Rivette y Eric Rohmer. Finalmente, À bout de souffle (Al final de la escapada, 1960) fue el primero y el más importante de los largometrajes de Jean-Luc Godard.
Los directores de la Nueva Ola dirigieron varios de los más interesantes filmes franceses de los últimos 50 años. Con la excepción de Truffaut, quien falleció en 1984, todos han brillado por su longevidad: Rohmer y Chabrol rodaron casi hasta la víspera de su muerte, en 2010. Rivette estrenó su último filme a los 81 años ( 36 vues du Pic Saint Loup , 2009). Godard fue premiado en el último Festival de Cannes por Adieu au langage (Adiós al lenguaje, 2014).
La importancia de sus películas y de la propuesta que promovían (el “cine de autor”) está fuera de toda duda. Sin embargo, en un par de artículos procuraremos mostrar cómo el cine francés es algo más –¡bastante más!– que el legado de estos creadores.
Los equívocos. El primer problema de apreciación surge en el momento de la eclosión de la Nouvelle Vague: casi al mismo tiempo que estos realizadores, otrora críticos, comienzan a estrenar filmes realistas, espontáneos, cinéfilos y lúdicos, otros realizadores presentan sus primeras obras. Alain Resnais (1922-2014), Agnès Varda (1928), Jacques Demy (1931-1990) y Louis Malle (1932-1995) eran sus coetáneos, pero esa es una de las escasas cosas que los unen.
Salvo Demy, todos habían comenzado a rodar unos años antes que los cineastas de la Nueva Ola, y no provenían de la crítica, sino de la fotografía o el documental. Erróneamente, son considerados miembros de la Nueva ola.
Más allá de las denominaciones, lo cierto es que ninguna antología del cine francés puede eludir sus películas: el gozoso musical Les demoiselles de Rochefort (Las señoritas de Rochefort, 1967), de Demy; las originales Mon oncle d’Amérique (Mi tío de América, 1980) u On connaît la chanson (Conocemos la canción, 1997), de Resnais; las polémicas Le souffle au coeur (El soplo al corazón, 1971) y Lacombe Lucien (1974), así como la conmovedora Au revoir les enfants (Adiós, muchachos, 1987), de Malle, y las aproximaciones de Varda a la marginalidad, como Sans toit ni loi (Vagabunda, 1985).
Por otra parte, algunos de los veteranos preferidos por los críticos de Cahiers du cinéma continuaron activos y en forma: Robert Bresson ( Au hasard Balthazar [Al azar Baltazar, 1966], L’argent [El dinero, 1982]), Jacques Tati (Playtime, 1967) y Jean-Pierre Melville ( Le samouraï [El silencio de un hombre, 1967], L’armée des ombres [El ejército de las sombras, 1969]).
Las buenas cintas de suspenso de Melville confirman que el cine francés nunca ha abandonado su veta comercial: los filmes cómicos o de acción de Henri Verneuil y Gérard Oury, protagonizados por estrellas como Catherine Deneuve, Jean-Paul Belmondo y Alain Delon.
Durante los años 50, los críticos de Cahiers du cinéma cargaban contra ese tipo de cine, pero –¡oh, sorpresa!– al menos dos se ellos se acoplaron a la industria y el star-system francés, incluso descuidando la “autoría”: Truffaut y Chabrol.
En este período aparece Costa-Gavras (1933), el maestro del thriller político, cuya obra se separa enteramente de la de sus contemporáneos. Godard, Resnais y Varda realizaron cine político, pero sus obras, más intelectuales que afectivas, nunca poseyeron ni la energía ni el atrevimiento de las del realizador de origen griego. Su mejor filme es Z (1969), pero no pueden desdeñarse los méritos de État de siege (Estado de sitio, 1972) y Le couperet (Arcadia, 2005).
Los 70. Claude Sautet (1924-2000) y Maurice Pialat (1925-2003) estrenaron sus primeras películas en los 60, pero en la siguiente década es cuando comienzan a presentar sus principales películas.
Sautet es el cronista más agudo de la clase media del final de los “trente glorieuses”, el período de prosperidad económica posterior a la Segunda Guerra Mundial: Une histoire simple (Una vida de mujer 1978) y Un cœur en hiver (Un corazón en invierno, 1992). Cineasta que quiere a sus personajes, como Truffaut, la mirada de Sautet, es sin embargo, más adulta.
En cuanto a Pialat, combinó la observación áspera e insobornable del mundo de la pareja en Loulou (1980) y À nos amours (A nuestros amores, 1983), con obras literarias e históricas de un aire bressoniano, como Sous le soleil de Satan (Bajo el sol de Satán, 1987) y Van Gogh (1991).
Los aún activos Bertrand Blier (1939) y Bertrand Tavernier (1941) irrumpieron con propuestas que los diferenciaban de la generación precedente. Blier se especializó en comedias de humor negro, absurdas y misóginas, en torno al sexo y la muerte: Les valseuses (Los rompepelotas, 1974), filme que introdujo a Gérard Depardieu, Patrick Dewaere y Miou-Miou, Préparez vos mouchoirs (¿Quieres ser el amante de mi mujer?, 1978) y Trop belle pour toi (Demasiado bella para ti, 1989).
Siendo un adolescente, Tavernier había participado como extra en Les 400 coups (Los 400 golpes, 1959), de Truffaut. Muy joven escribió crítica de cine. Parecía un heredero natural de la Nouvelle Vague; sin embargo, desde sus primeras películas trabajó con los veteranos guionistas Jean Aurenche y Pierre Bost, quienes habían sido fuertemente criticados por Truffaut y compañía por representar el cine literario y académico al que ellos oponían la espontaneidad y la autoría.
Con sus libretos, Tavernier rodó las magníficas Le juge et l’assassin (El juez y el asesino, 1976) y Coup de torchon (1.280 almas, 1981). De un estilo ecléctico, fue el director francés más premiado en los años 80 y 90: Un dimanche à la champagne (Un domingo en el campo, 1984) y L’Appât (La carnaza, 1995).
De tener un heredero la Nouvelle Vague, este sería Jean Eustache (1938-1981). Poseedor de un aura mítica, concluyó apenas dos largometrajes antes de suicidarse a los 42 años. Protegido de Godard, es recordado por un filme que es más bien rohmeriano: La maman et la putain (La mamá y la puta, 1973), cuatro horas de magníficos diálogos que dan cuenta de las contradicciones y el desencanto derivados de la revolución sexual, el mayo de 1968 y –¿por qué no?– la Nueva Ola.
Después 1980, los franceses continúan aportando obras significativas a la cinematografía mundial. Directoras y directores, así como sus principales películas, serán el tema de un próximo artículo.
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Este viernes 13 de marzo a las 6 p. m., en la Alianza Francesa del centro de San José, se exhibirá "La noche americana", de François Truffaut, en versión subtitulada.