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Al ingresar al Teatro Universitario, me sorprende el dispositivo escenográfico que domina la sala. Una estructura con niveles variables mimetiza la página de un cómic. Tres viñetas encuadran diversos lugares de la acción. Otros ámbitos emergen por la presencia de muebles o elementos de utilería en color blanco. Dos pantallas completan el diseño y anticipan una narrativa cercana a la fragmentación de espacio y tiempo que caracteriza al cine y al cómic.
Esta historia continuará... es conducido por un maestro de ceremonias encargado de ubicar los sitios en los que ocurre el drama, de listar los personajes que intervienen y de resumir el desarrollo de las situaciones con obviedad intencionada. Este narrador omnisciente genera un efecto cómico y administra la progresión –en paralelo– de los dos relatos principales, a saber, el de una pareja de jóvenes que planea un asesinato y el de un equipo policial cuyo objetivo es el de esclarecer el crimen.
Las acciones son acompañadas por la música en vivo de un ensamble roquero y por las proyecciones de onomatopeyas e interjecciones que sincronizan un balazo o un golpe con un ¡bang! o un ¡ay!, respectivamente.
Los primeros minutos de la obra son estimulantes. La energía del elenco se traduce en vitalidad y los recursos escénicos sorprenden porque parodian con eficacia los lenguajes de referencia (cine y cómic).
Sin embargo, un gesto de sorpresa se me dibuja en la cara cuando la acción se interrumpe para que ingrese un personaje –La Mujer– a hablar sobre leyendas costarricenses de terror. Y me sucederá de nuevo cuando, más adelante, regrese en varias ocasiones a disertar sobre el “memorando del miedo”, las fobias, la literatura de Edgar Allan Poe o el asesino serial conocido como El Psicópata. Está claro que el tema de fondo es el miedo. Muchos diálogos ya lo han establecido con precisión, por lo cual estos énfasis resultan innecesarios al no aportarle sustancia al sentido global del espectáculo y al acumular temas expuestos de manera superficial.
Después de un rato, la obra comenzó a decaer y a resultar cansada. La insistencia de maquillar las opiniones del dramaturgo como si fueran acciones dramáticas convirtió los aspectos positivos del montaje en características negativas. El narrador se volvió predecible al estar obligado a detener el avance de la trama para darle paso a las reflexiones de La Mujer. La comicidad le cedió su lugar al tedio y el conjunto se diluyó en acontecimientos que debilitaron el clímax.
A esta historia le faltó una generosa dosis de síntesis para atravesar con mayor agilidad una trama a la que tampoco ayudaron las proyecciones en video. Los notorios problemas de audio y la mala resolución de los segmentos audiovisuales obedecieron a la impericia técnica y a la ausencia de recursos para apropiarse de los más elementales códigos del lenguaje audiovisual. En otras palabras, no se puede parodiar lo que no se conoce bien.
Kyle Boza es uno de los directores más relevantes de su generación. Sus montajes son inteligentes y provocadores, pero, en esta ocasión, le faltó maduración a la propuesta. Al salir de la sala, pensé que acababa de enfrentarme a un espectáculo lleno de buenas intenciones y hallazgos formales, aunque ayuno de rigor argumental y formal. Me quedaré con lo positivo. Como crítico, es fácil asumir posiciones lapidarias, pero en este caso no lo haré porque tengo la certeza de que la historia de estos arriesgados teatreros continuará...