Dos individuos emergen de un vertedero de plástico. No se reconocen. Se preguntan quiénes o qué son. Especulan sobre la diferencia entre ser un cuerpo o una persona.
Por ahora, asumen la primera opción. Continúan deliberando y, de repente, descubren sus genitales. Todo se aclara: son hombres. El apéndice en la entrepierna zanja el debate y desencadena el juego escénico.
A partir de este punto, Fragmentos, la permanencia del cuerpo o la fragilidad del ser explora distintos arquetipos de la masculinidad. La trama no se basa en la anécdota, sino en la exposición de hombres disímiles. Comparecen ejemplares de la talla de Alejandro Magno; un tal Juan Pablo –alias Yei Pi – enamorado de su nave bien tuneada; dos swaggers (tribu urbana devota de la vestimenta llamativa) y un mediático transformista.
Cada pasaje problematiza –desde el humor y la mirada crítica– las expectativas que nuestra sociedad tiene de sus varones. Al mismo tiempo, refleja los esfuerzos de los personajes por encontrar una identidad que les permita encajar. En esta dinámica, los machos “todopoderosos” se derrumban al ser incapaces de sentir empatía o al fundamentar su virilidad en la ostentación de bienes materiales.
Otro ámbito relevante expuesto en el espectáculo es el del lenguaje. Los swaggers demuestran cómo las palabras dividen el mundo de los hombres en bandos antagónicos. Términos como pichudo y huevos corresponden a especímenes ubicados muy lejos de las locas . Se evidencia el sesgo de una lengua que excluye y trata despectivamente a los desertores del modelo masculino patriarcal (machista).
El montaje transcurre de manera entretenida y desafiante. Alonso Chaves y Ether Porras encarnan un libreto en el que convergen registros coloquiales y especializados (de carácter académico). El diálogo de estos discursos hace de la obra una extensa reflexión sin pretensiones de dictar cátedra. Por lo anterior, la velada arrojó más interrogantes que respuestas.
El dispositivo escénico fue una ilustración poco acabada del mar de plástico mencionado por uno de los personajes en el inicio. Tuvo mayor potencial evocativo el parlamento del actor que el propio diseño concretado en el escenario. La saturación de objetos en el espacio no le aportó a una propuesta más sólida en el plano ideológico que en el formal.
Resultó interesante observar los cuerpos de los intérpretes atravesados por la temática de fondo. Cerca del clímax, un alicaído Yei Pi reconoce el odio que siente hacia su padre. También acepta haber agredido a su madre. La frustración del joven se manifiesta en violentas sacudidas. El cuerpo actoral se transforma en territorio de conflictos. El sufrimiento deja de ser concepto para convertirse en vivencia.
En esa catarsis, este valioso montaje expresa su hipótesis: tarde o temprano la masculinidad de corte patriarcal se agrieta por lo extenuante que es cumplir con sus altas exigencias. Así lo experimentan ese par de criaturas arrojadas a un mar de plástico barato. Al final, sus esfuerzos para hallar una identidad parecen haber fracasado. La pregunta incómoda aún resuena: ¿qué son –y qué no– estos entes llamados hombres?.