A los ocho años compuso una serie de piezas sacras para ser interpretadas en su primera comunión. Si esto lo hubiera hecho un hombre, de inmediato habría sido catapultado a la exosfera de la genialidad precoz. Sin embargo, lo hizo una mujer.
Cécile Louise Stéphanie Chaminade, nacida en París el 8 de agosto de 1861, hija de un próspero financista, fue una niña prodigio como compositora, pero tuvo que desenvolverse en un medio furibundamente patriarcal que por poco la aplasta bajo sus infames prohibiciones.
Desde Hildegard von Bingen –siglo XII– a ninguna mujer se le había permitido hacer carrera como creadora en el campo de la música. Fanny Mendelssohn –hermana de Félix– y Alma Mahler –esposa de Gustav– fueron voces estranguladas, y Clara Wieck inmoló toda su vida en la divulgación de la obra de su esposo, Robert Schumann.
No era bien visto que una mujer se dedicara a la creación musical: era una profesión “para hombres”, y esto no habría de cambiar hasta bien entrado el siglo XX, con figuras pioneras como las hermanas Lili y Nadia Boulanger, Germaine Tailleferre, Sofía Gubaidúlina, y en Costa Rica, la perversamente olvidada Rocío Sanz (1934-1993), autora –entre cientos de obras notables– de la más hermosa canción de cuna que en mi vida he escuchado.
Bizet, el autor de Carmen , oyó a la pequeña Cécile y, de inmediato. comenzó a llamarla “mi mozartita”.
Fue gracias al empeño de Bizet que Cécile comenzó a recibir clases formales de música. Y aun así: tenía que asistir clandestinamente, en ámbitos privados –¡jamás el Conservatorio!–, como si perpetrase algún acto socialmente reprensible. Su padre impuso la cláusula de la privacidad: ¡la composición musical era algo indecente para una muchachita de buenos modales y pulcro linaje!
Un surtidor de melodías
Al día de hoy, todavía no se ha inventado cosa más bella que una bella melodía con su bello acompañamiento. Esta fue la especialidad de Cécile. Cierto que abordó formas “grandes” (una sinfonía titulada Las Amazonas ; una sonata; dos tríos para piano, violín y chelo; la ópera La Sevillana ; un Conzertstück –pieza de concierto– para piano y orquesta; y un ballet llamado Callirhoé .
Pero digamos las cosas como son: la natural proclividad de Cécile eran las piezas para piano cortas –despectivamente aludidas como “música de salón”– y las canciones sobre textos de poetas franceses, con acompañamiento pianístico. Es que el piano era su instrumento, y a juzgar por la ingente dificultad de algunas de sus obras, hemos de inferir que era una tremenda pianista, una virtuosa en la línea de Chopin y Liszt (dejó algunas grabaciones en pianolas).
Cécile era un verdadero hontanar de melodías: las producía “como el manzano produce manzanas” (Saint-Saëns), y en esto bien puede evocarnos a Mozart. Era una miniaturista, una creadora de microcosmos sonoros poéticos, intimistas, a menudo descriptivos ( La lisonjera , Libélulas , Arlequina , La hilandera , Scaramouche , La ondina , Las sirenas , ¿Te acuerdas? , La luna perezosa ).
En la Primera Guerra Mundial dejó de lado el piano y, a los 57 años, se fue a trabajar como enfermera en un hospital de campo. Como testimonio musical de esta tragedia nos legó una pieza llamada En el país devastado .
De más de 400 composiciones, apenas se escucha, hoy en día, alguna de sus viñetas pianísticas. La musicóloga Fuensanta Clares observa que la prestigiosísima firma Deutsche Grammophon lanzó su disco de canciones interpretadas por la soprano Anne Sophie Van Otter, pero ni en la portada ni en la carátula figura el nombre de la compositora… apenas aparece en la contraportada y en letras pequeñas. No es un nombre que “venda”, y para privilegiar a la intérprete, la firma decidió escamotearlo: ¡inadmisible!
Espíritu trashumante
En su momento, Cécile fue inmensamente célebre. Recorrió toda Europa, llegó hasta Turquía, era adorada en Gran Bretaña, donde fue recibida por la propia Reina Victoria en Windsor, y en 1908 se embarcó en una gira en los Estados Unidos que la llevó a 12 ciudades, de Boston a St. Louis, y donde fue agasajada por Roosevelt. Cierto: ya a la sazón Dvórak, Chaikovski y Mahler habían viajado al Nuevo Mundo, ¡pero tales trotes no eran lo propio de una buena, burguesa señora parisina, viuda de Carbonel, un editor de música marsellés, y criada dentro de la rígida moralina del Segundo Imperio francés!
Cécile generó clubes de fans femeninas, su nombre y su imagen fueron usados para una línea de moda, y sus iniciales se transformaron en un acróstico que simbolizaba el ideal de mujer creativa, profunda, comprometida. Por poco, era idolatrada como figura mística, percepción que ella no desestimuló al declarar: “Mi amor es la música: yo soy una religiosa, una vestal”.
En 1913 recibió la Legión de Honor: fue la primera música laureada con este reconocimiento. ¿Qué pasó, entonces, con ella? Su estrella se apagó después de su muerte, acaecida en Montecarlo, el 13 de agosto de 1944. Pero nadie le quita lo bailado: fue la primera mujer compositora que logró vivir –solventemente– de su trabajo.
Bella como una bandera
Era hermosa, Cécile, con una belleza que pareciese sacada de alguna de las telas de su contemporánea, la pintora Berthe Morisot, serenamente melancólica, nimbada por una luz invernal difusa, enrarecida. Sin embargo escribió colecciones de piezas “humorísticas”, y su música sonríe con más frecuencia que llora.
También –hecho notabilísimo– compuso piezas pedagógicas para los niños, una práctica que la ubica en el linaje de Bach, Schumann, Chaikovski y Bartók. En alguna ocasión escribió: “Yo no creo que las pocas mujeres que han alcanzado grandeza en el trabajo creativo sean la excepción. Pienso que la vida ha sido dura para las mujeres: no se les ha dado oportunidad, no se les ha dado seguridad”.
Con decirles que un colega se permitió sentenciar que Cécile “no era una mujer que componía, sino un compositor que era mujer”: ¿cómo debemos tomar este insulto-homenaje?
Amigos, amigas: ahí está la música de Chaminade: a ustedes les corresponde desagraviarla y restituirla a su lugar de creadora eminente. Además, ¡se van a divertir tanto! Es una música bellísima: fresca, original, espontánea, llena de lirismo, de verbo, de elocuencia. No se priven de ella: regálenle su atención, y ella los colmará de hermosura. Aproxímense a ella con amor, y les garantizo que serán correspondidos.