La escena literaria de Costa Rica es hoy más compleja y diversa de lo que era hace solo unas décadas: numerosas voces emergentes, diversas tendencias y nuevas editoriales la enriquecen. Los puntos flacos siguen siendo, a no dudarlo, los lectores y la crítica. Los primeros escasean, no solo por ausencia de políticas de fomento a la lectura, sino también por las dificultades que las editoriales encuentran para distribuir y mercadear sus libros y para promover a sus autores.
Un reciente estudio del Banco Interamericano de Desarrollo reveló que en Costa Rica existen 16 cantones donde no hay bibliotecas públicas y 14 donde no existe ni siquiera una librería-bazar. En cuanto a la crítica, lo único que se puede decir es que es que deslumbra por ausencia.
Hablando en particular de narrativa, son muchas las voces que en años recientes publicaron sus primeras obras. Entre ellos encontramos a Alonso Matablanco, quien nos había sorprendido y deleitado con su ópera prima Caníbales (Uruk, 2009), una colección de relatos donde el autor exploraba distintas temáticas y recursos expresivos, con cierta mirada irónica y una voz cercana y desenfadada.
Con la misma editorial, Matablanco publica ahora Adictivos, su segunda colección de relatos, integrada por una veintena de textos, en su gran mayoría breves. Si existe alguna diferencia entre su primer libro y el segundo, es que en este se advierte la búsqueda deliberada de un estilo.
En Caníbales Matablanco exploraba, indagaba, hacía uso de diversos recursos y procedimientos narrativos. Este segundo libro es mucho más homogéneo en temáticas, atmósferas y búsquedas expresivas. (Es verdad que un par de textos escapan de las tendencias dominantes, pero se trata de excepciones.)
El mundo que Matablanco ilumina en estos relatos es eminentemente urbano, el mundo de los jóvenes profesionales, los vacíos y contradicciones de la vida íntima, sentimental, de sus personajes: una temática que ya asomaba en su libro anterior, pero que aquí se erige en tema principal.
La mayoría de los textos se inscriben dentro de una tendencia que podríamos llamar “realista”, aunque un par de ellos trasponen las fronteras de lo fantástico. Hay una búsqueda deliberada de los silencios, de aquí que la elipsis se convierta en el recurso expresivo más utilizado en sus relatos.
La voz narradora no comenta (y tampoco juzga) la conducta de sus personajes; son ellos quienes despliegan sus acciones y palabras, arrinconando a los lectores en la misma perplejidad que ellos viven.
Como en su primer libro, Matablanco se sirve, en este segundo, de un lenguaje directo y sencillo –quizás en este incluso más sencillo que en el primero–. Esto confirma que la apuesta estilística del autor apunta a las atmósferas, los silencios y las imágenes, más que al lenguaje propiamente dicho.
Por otro lado, un autor no está obligado a ser infalible en gramática, pero las editoriales sí tienen la obligación de cuidar lo que publican; por esto desentonan algunos yerros y gazapos en el libro.
En resumen, este segundo libro de Alonso Matablanco nos confirma a un autor que toma con seriedad su oficio de inventar y narrar historias que revelen los claroscuros y contradicciones de la vida hoy, y que se plantea consistentemente la búsqueda de un lenguaje propio y de un estilo narrativo, todo lo cual es muy de agradecer.
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