Habría que hablar de las madrugadas en que solo conseguía vencernos el cansancio. Noches frente a una mesa cubierta de botellas ambarinas en que posponíamos la instauración de la dictadura irreversible del delirio. Habría que hablar de aquel escuadrón de locos insobornables que se hacían llamar Los Perros Flacos y que deambulaban con ánimo incendiario entre las estatuas grecorromanas de falso mármol en la sacrosanta Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Costa Rica. Una jauría hambrienta de futuro que enarbolaba la bandera de la impertinencia militante y una inteligencia corrosiva.
Habría que hablar de Burke el egonauta, de Crespo el guerrillero y el campechano Garita, de Emilia Villegas, alias Petra, y Carlos Aguilar que se transformaría en un perro azul; hablar de Joaquín y de mí, el teórico, corriendo tras la flauta de Hamelin que hacía sonar nuestro líder desde su rupestre taller de grabado: Juan Luis Rodríguez, alias el Diablo, que quería salvar Costa Risa de su indiosincrasia. Habría que acometer la tarea imposible de describir las noches dadaístas en el auditorio o el estanque, en que invocábamos a dragones psicodélicos de la talla de Breton y Tzara, Cocteau y Boris Vian. Sesiones de ebriedad intelectual en que participaba incluso la banda antagonista: El Socio y sus charros, fieros rivales abocados a las artes aplicadas pero que conciliaban fácilmente al calor de una botella de Cuatro Plumas.
Habría que mencionar a Willy Montero, condescendiente, pero siempre al borde del síncope cuando la seguridad de la escuela le informaba de nuestro nuevo proyecto. O hablar de Las Pulgas Periféricas, que procuraban integrarse a un núcleo impenetrable con las armas de la seducción.
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Hablar de la poesía radiactiva de Burke y las empanadas de la soda que palmeaba una negra fantástica cuyo nombre se me escapa, y de la deconstrucción de Luis Alberto Monge en las obras de Joaquín o aquel óleo en que Frida ascendía a los cielos... Hablar de cómo nos tomamos el gobierno estudiantil para despertar a los zombis que frecuentaban las aletargadas clases, como si el 68 parisino hubiera escogido rebrotar en San Pedro.
Pero, por otro lado, lo políticamente correcto sería empezar mencionando la Beca Fullbright que se llevó a Quincho al Instituto Pratt y desencadenó un peregrinaje constante a un Brooklynn muy diferente al de ahora, en el que se escuchaban los balazos a medianoche y te asaltaban si te aventurabas por la calle después de las 10.
De Nueva York en adelante
En aquel apartamento estudiantil maldormimos muchos, acomodándonos como fuera en el viejo sofá rescatado en el basurero de un barrio del Upper East, lanzando desde allí nuestras incursiones en el territorio mítico de las galerías de Soho. Sentados frente a un Pato a la Pekin en alguna insalubre buhardilla de Chinatown, escuchábamos absortos al becario narrar la anécdota de Basquiat, prisionero en el sótano de Anina Nosei en Prince Street, pintando bajo los efectos del ácido lisérgico. O nos llevaba a Houston Street a ver el infausto balcón desde el que Carl Andre supuestamente lanzó a su esposa, la sublime performista cubana Ana Mendieta.
Y debería desinhibirme y contar de las fiestas, del ClitClub y el perpetuo esfuerzo por el favor de las féminas en las que siempre acompañaban Miguel Hernández y Óscar Sarasky. Aquellas veladas que solían desembocar en encuentros con Virgilio Mora ( Cachaza ), que siempre tenía alguna historia lista, médico de gringos neuróticos en el día y confesor de ticos con pretensiones artísticas por la noche.
Pero también explicar que los jueves en la tarde, cuando no cobran en el MOMA, nos quedábamos mudos por minutos, traspasados por el espíritu superior de Rothko y Barnett Newman. Contar que conocimos a Sol Lewitt y discutimos con él o que coincidimos con Schnabel en una fiesta y estrechamos su mano.
Sin embargo, lo que me apetece es hablar de la horda que descubrió el mercado del arte latinoamericano siguiendo a un Hare Krishna de Tibás que pasó de llamarse Pinolillo a ser Ramesh, y que hoy en día no tiene más remedio que aferrarse a su apelativo bautismal: Jacobo Carpio. De como dormíamos ocho en el suelo de una habitación prevista para dos, alimentándonos de cuanto repartían en sus inauguraciones las galerías de Monterrey o Bogotá. Inasequibles al desaliento.
Nunca faltaban Tarzán Villalobos, Leonel González, Guillermo Conte, el argentino, y algún hindú recién traído de Vrindavan para que le cocinara al gurú sus inusuales viandas vegetarianas. Descubríamos una América que nuestra educación había obviado, pues para ella lo contemporáneo se acababa con Warhol y lo latino con el muralismo mexicano. En Caracas aprendimos del cinetismo de Soto y Cruz Diez, y visitamos los museos de ensueño que ya no existen, dilapidado el Teresa Carreño y saqueado el legado de Sofía Imber. En el Distrito Federal nos enteramos de un surrealismo fabuloso y femenino, el de Leonora Carrington y Remedios Varo, y de un respeto y una alianza entre la cultura y el Estado que nos era ajena.
Toda estas hipérboles para decir que ese primer Joaquín Rodríguez del Paso es indescriptible en la medida de su polifacetismo.
Retrato hablado
Artista siempre, pero neoyorquino fanático a veces y en otras revolucionario intratable. Poeta sutil a veces, pero chabacano y terrenal a la hora en que los hombres se convierten en lobos. Tierno y delicado a veces, pero intransigente siempre, incapaz de negociar una postura, convencido de que al defender un criterio estético se jugaba la vida, ácido y visceral, quirúrgico.
Fue montado en ese gran caballo de la juventud y el genio que se cruzó con Marité, quien creyó poder llevar sosiego a su insaciable corazón. Se casaron y los visitaba a menudo en la época en que Daniel Yankelewitz era el único que se atrevía a coleccionarnos y yo empezaba a coquetear con la idea de ser marchante. Así llegó Adrián, su hijo, que se convirtió en la única estrella en su cielo personal hasta el último minuto de su vida.
Empezó otra etapa, la del artista a tiempo completo y también sus primeros devaneos con la docencia. Es entonces que inventa un alter ego con funciones de crítico y cronista, John Nadador, con el que intenta evadir el peligro de ser juez y parte en la construcción de la nueva cultura nacional.
Pero ese es otro capítulo de la historia, una en que no tuvimos más remedio que asumir responsabilidades y encajar, en esa transacción perpetua del inconforme con los normales. Otro capítulo en el que Quincho también supo retar el conformismo y la razón, eterno campeón de los que amamos la locura.