Como director, Mel Gibson nos brinda un nuevo filme con su estilo proverbial, que le es adictivo, donde la violencia es núcleo de las imágenes y nos revienta la mirada de manera sangrienta y hasta cruel, pero sin afán contestatario. Su filme se titula Hasta el último hombre (2017).
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La película se maneja en un terreno resbaladizo, porque se narra la historia de un sujeto, Desmond Doss, objetor de conciencia, quien sirvió en la guerra como médico y se negó a portar cualquier tipo de arma. O sea, es la historia de un pacifista en medio del torbellino bélico.
Sin embargo, las secuencias del filme son violentas y atroces, como si –con ellas– Mel Gibson quisiese definir como inútil la actitud pacífica y de servicio de parte del joven Doss (por lo que este fue condecorado).
Conocida la trayectoria del director, es posible que Mel Gibson decidiera narrar la historia de Doss –dentro de esa vorágine violenta– por simple gusto propio. Esto significa que lo hace sin ningún afán crítico ni estético: mera expresión de instintos destructores (tánatos).
En efecto, hay razones en la filmografía de Mel Gibson para cuestionar sus decisiones visuales y “Hasta el último hombre” no es excepción. Lo que debemos aceptar es que sí sabe armar imágenes alucinantes y viscerales, con gran trabajo en la sala de montaje (edición) y gran manejo del plano-secuencia (filmación de una toma sin cortes durante un tiempo bastante dilatado).
En el plano formal, esta película es visualmente impecable: filme bélico en el mejor estilo “gore”, como lo dice el crítico Xavi Sánchez: “mutilaciones, soldados estallando por los aires, piel quemada en carne viva, y muertes a doquier”.
En ese sentido, Hasta el último hombre es cine hipnótico. Es su fortaleza, porque la historia íntima del personaje se pierde en ese boato de imágenes: se pierde la esencia de los conceptos para la conducta de Desmond Doss (lo suyo más parece capricho religioso de un adventista).
Dicho de otra manera: la sensatez humana del personaje se pierde en la prolijidad y cierto preciosismo de las imágenes violentas. Es la paradoja del filme. De alguna manera, Hasta el último hombre viene a ser copia débil de lo que Stanley Kubrick nos había mostrado con su filme Nacido para matar (1987).
Mel Gibson vuelve a mostrarnos su percepción maniquea de la realidad, exacerbando los extremos del conflicto, incluso durante los enfrenta-mientos de los propios soldados compañeros en el tiempo de entrenamiento.
De ahí, uno siente a los personajes más bien esquemáticos, lo que Gibson salva luego con las secuencias de batalla. En todo caso, lo quiera o no, Hasta el último hombre enseña que construir la paz es más difícil que hacer la guerra. Como lo dijo John F. Kennedy: “Si no terminamos con las guerras, la guerra nos va a terminar a nosotros”.
Curioso, sin hacerlo de manera abierta, Mel Gibson nos advierte de ello.