Un hombre corre a través de la vasta y desolada llanura húngara. Es un prisionero que huye. Se oye un disparo. Cae suavemente. Como otros personajes de los filmes de Miklós Jancsó, la historia ha encontrado la forma de acorralarlo. El hombre resistió y perdió.
Miklós Jancsó, uno de los directores de cine húngaros más destacados, falleció el 31 de enero a los 92 años, tras una larga enfermedad. Recibió homenajes a su carrera en los festivales de Cannes (1979), Venecia (1990) y Budapest (1994).
Entre sus obras más recordadas se encuentra una serie de épicas históricas marcadas por un personalísimo estilo alegórico, como Los desesperanzados ( The Round-Up en inglés, 1966), Los rojos y los blancos (1967), Silencio y grito (1968) y Salmo Rojo (1971). Por esta última obtuvo el premio a la mejor dirección en el Festival de Cine de Cannes de 1972.
Jancsó firmó un cine coreografiado al máximo: sus tomas son largas y la cámara es fluida; la composición, rigurosa y geométrica. Algunas de sus películas, como Electra, mi amor (1974), se desarrollan en poquísimas tomas (apenas 12, y 26 en Salmo Rojo ).
El cineasta explicaba, evitando la respuesta, que así grababa porque eso duraban los rollos de cine. En realidad, la distancia le permitía un control absoluto de la acción y una distancia coherente con el tratamiento de sus personajes, desprovistos de psicología. Son actores en el gran teatro del drama húngaro. Son puntos en el mapa barridos de un disparo.
Sus filmes son, en gran parte, alegorías históricas. En una Hungría donde toda crítica era escondida tras el velo gris del realismo socialista, Jancsó volvió la cámara al pasado. Revueltas campesinas del siglo XIX y confrontaciones en los años posteriores a la Revolución Rusa le permitieron examinar los abusos del poder y la tensiones étnicas y políticas que recorren la historia húngara.
Autoridad y censura. El crítico Marek Hendrykowski argumenta que en el cine del este de Europa de los años 50 y 60 pesa la noción de un destino aciago inscrito en la misma historia de sus pueblos. Estas naciones cantan épicas truncadas. Su catástrofe se constata en la perpetua alternancia entre poderes extranjeros y en el fracaso de sus revueltas contra la opresión.
Como otros artistas de su era y de su región, Jancsó tuvo que transmutar su crítica en metáforas muy complejas. El cineasta urdió un denso simbolismo como una ruta alterna a la estulticia de los códigos estéticos oficiales.
Los rojos y los blancos es una épica histórica antiheroica como pocas. Fue coproducida con la Unión Soviética en conmemoración de la Revolución, pero en vez de celebrar a los artífices de su éxito, arroja una luz dura sobre la brutalidad del combate.
En el cine de Jancsó, la muerte en el campo de batalla no tiene sentido. No contribuye a nada ni a nadie. “Siempre estuve interesado en el problema de cómo puede el individuo navegar a través de la historia”, explicaba.
Uno de sus símbolos preferidos era el desnudo, un cruel y desolador despojo de las ropas campesinas y uniformes de soldades que se repite en películas como Los rojos y los blancos y Salmo Rojo . Los militares alinean a los presos, les obligan a desnudarse y los degradan. Su ejecución es un juego. El hombre es tan cruel como la planicie húngara bajo el Sol furioso.
En los años 70, incorporó canciones abundantes en sus filmes. Salmo Rojo bien podría ser descrito como un musical amargo.
En el río de la historia, el individuo no flota a la deriva. Se aferra a sus ideales, como el cine de Jancsó se asió siempre de la humanidad que es tan fácil perder.