Por aquellos días, una mujer literata era sinónimo de prostituta. Y ella era cualquier cosa menos un “ángel del hogar”, más bien era casi “un demonio” y tenía una vida sentimental escandalosa.
A los 13 años escribió su primera novela, Aficiones peligrosas, un manuscrito perverso que tiró líneas sobre su temática literaria: rescatar a las mujeres –mediante la educación– de la tiranía misógina.
Contra Emilia Pardo Bazán partieron lanzas los más sonados intelectos de su época. Leopoldo Alas –Clarín– calificó despectivamente sus obras como producto del “furor literario-uterino”. Marcelino Menéndez Pelayo, un santón de la academia, tampoco le ahorró palos.
Celos machistas. A Emilia –por ser mujer– le cerraron las puertas de la universidad; pero a punta de talento –y no de testosterona– llegó a la cumbre de las letras españolas del siglo XIX y principios del XX.
Además, fue una insigne conferencista, directora de biblioteca, consejera de instrucción pública y, desde 1916, profesora de literaturas románicas en la Universidad de Madrid, una cátedra creada ex profeso para ella.
Al principio la boicotearon profesores y alumnos, opuestos a recibir lecciones de una mujer, porque a quién se le podría ocurrir semejante despropósito.
Rebelde y curiosa, a todos los metió en un saco y los mandó a la porra. Si su talento les erizó los pelos de la nuca, más su vida sentimental, intensa y apasionada.
Empezó una relación epistolar con Benito Pérez Galdós, el más grande novelista español después de Miguel de Cervantes, que desembocó en un romance de alto voltaje, con descargas eróticas impropias de una dama casada y –para peores– de origen aristocrático.
El literato era un hombre callado, solitario, pequeñito, se cortaba el pelo al rape y un mujeriego siempre rodeado de jovencitas. Doña Emilia era una “cagafuego”, la piel de Judas.
Los dos vivieron una pasión sin trabas, con encuentros y desencuentros clandestinos por media España y Europa, incluido un zafis de una noche de marzo o abril, allá por 1889, en el paseo de la Castellana.
Resulta que uno de los guardas del Paseo encontró una pieza íntima femenina, sin que se conozca al día de hoy la talla, el color, menos la dueña y tampoco el destinatario.
Estos últimos se presumen, por una de las 92 cartas conocidas que escribió Emilia a “Miquiño mío”, el apelativo cariñoso con que se dirigía a su “ratonciño querido”, el impertérrito de Benito.
Sobre el peculiar incidente le escribió: “Por fortuna esa prenda no tenía la marca que llevan otras de su mismo género: una E coronada”. Lo demás es chisme.
La cuestión palpitante. El ingenuo de Pérez Galdós le pidió a Emilia que tuvieran una relación estable, pero ella apreciaba más la libertad que el amor y lo trató como a un igual.
Un día le escribió sin medias tintas: “Yo me acuesto contigo, y me acostaré siempre, y, si es para algo execrable, bien, muy bien, sabe a gloria, y si no, también muy bien”.
Esos aires de mujer empoderada le venían de su padre, José María Pardo-Bazán y Mosquera, liberal convencido de los derechos de la mujer, que le proporcionó una educación inusual para la heredera de su vasta fortuna.
Desde los 9 años leía como una descosida en la inmensa biblioteca paterna; estudió en un colegio francés y a los doce años recibió lecciones privadas.
Muy pronto rechazó que la encorsetaran en la formación hogareña, restringida a la música y a la economía doméstica. Aprendió humanidades, varios idiomas y, como la vetaron en la Universidad, siguió estudios superiores en ciencia y filosofía con los amigos del padre y los libros.
Así sobrevivió y llegó a los 17 años, donde le ocurrieron tres cosas: “me vestí de largo, me casé y estalló la Revolución del 68”. Parió tres hijos: Jaime, Blanca y Carmen.
Como su marido, el abogado José Quiroga, no entendía nada de lo que Emilia pensaba y hacía, mejor hizo mutis por el foro; para lograr el divorcio la acusó de “naturalista”, corriente literaria en boga tildada de pecaminosa.
A fuerza de ser sinceros el marido era un lastre, un requisito social que debió de cumplir por aquello de las apariencias, pero siempre hizo lo que le vino en gana. Solo así pudo escribir 600 cuentos, una veintena de novelas, libros de viaje, impartir conferencias, lecciones y tener uno que otro lance amoroso.
Tales desplantes la volvieron impopular entre los varones más conspicuos. José María de Pereda aseguró: “padece la comezón de meterse en todo, de entender de todo y de juzgar en todo…”; Juan Valera exigió en un folleto que “el embarazo y la lactancia” debían ser impedimentos para ingresar a la academia.
Pero nada como Pío Baroja: “No me interesó nunca como mujer ni como escritora. Como mujer, es de una obesidad desagradable; en su conversación es un poco ansiosa y trepadora”. El ínclito Clarín fue más cruel: “Cuando se muera, habrá fiesta nacional”.
Esa fecha fue el 12 de mayo de 1921. Tenía 70 años, pues nació en 1851 en La Coruña. Al otro día toda la prensa honró a la escritora y le rindió la pleitesía que la sociedad le negó en vida.
Con ingenuidad y un poco de pedantería definió, muy jovencita, el ideario de su existencia: estudiar, trabajar y pensar, aunque también dedicó su rato a cuestiones menos santas.
Tal vez por eso Emilia Pardo Bazán no murió del todo, aunque haya fallecido.
Letras navideñas
Entre la vasta colección de cuentos de Emilia Pardo Bazán merecen atención los de Navidad, si bien es célebre por Los pazos de Ulloa o Insolación.
Uno de ellos en especial, La Nochebuena del Carpintero, narra las penurias de uno de estos operarios, aquejado por la tristeza de no tener nada para su familia en esa noche única.
Solo lo rescata de su desolación la caridad de una anciana, que acude a sus buenos oficios para montar un portal y colocar ahí a la Sagrada Familia.