Buenos Aires (Upala). Estaba sentado en una caja de madera con el rostro apoyado en sus manos, grandes y callosas. La mirada perdida, tenso. "Estoy triste...", exclamó de pronto Camilo Umaña Prado, de 75 años, para describir una situación que, según parece, no ha podido aún superar.
Y no es para menos.
Este hombre, al igual que decenas de habitantes de los asentamientos de Gavilán y Agro Sur -en Upala-, campesinos que sobreviven a duras penas con lo que arañan a la tierra, se vieron obligados a huir de sus hogares, dejando a la buena de Dios sus más preciados bienes.
"Allá quedó mi vaquita, unas cuantas gallinas y dos chanchitos. También granos y la cosecha tirada. Solo tengo esta ropilla que llevo puesta y así no se puede estar tranquilo", afirmó Umaña, vecino de Gavilán.
"No sabemos qué hacer. Solo tenemos la parcela y unos animalillos... ojalá no les pase nada", agregó el campesino, quien, con solo 24 horas de permanecer en el salón comunal de Dos Ríos de Upala, se muestra inquieto y apesadumbrado.
No hay rostros sonrientes en esta edificación de cemento, convertida en improvisada morada para 120 personas; la mayoría niños extraña sus camas, sus perros y gatos y los juegos entre potreros y charrales. Unos lloran, otros caminan de un lado a otro. Muchos pasan el tiempo sentados en las esponjas que sirven de cama.
"Somos gente pobre pero trabajadora. Salimos corriendo de Gavilán por las avalanchas que bajan por el río Azul... teníamos miedo. Pero lo malo es que se nos quedaron los animales y hasta seis sacos de frijoles y un poco de maíz", se lamentaba ayer Eugenio Rivas Pomares, de 66 años, padre de ocho niños.
Los cansan el ocio y la espera. Algunos no solo añoran sus animales y cultivos, sino a padres y hermanos, a quienes no ven ni saben nada desde el lunes, cuando se iniciaron las explosiones del volcán Rincón de la Vieja.
Tal es el caso de Felicia y Virginia Eras Avellán, quienes abandonaron su rancho antenoche, en Agro Sur, debido a que está muy cerca del cauce del río Azul, cuyo caudal se convirtió en agua achocolatada, torrentosa y maloliente tras las continuas erupciones.
"Le tengo miedo a esas explosiones, pero ahora estamos a salvo. Lo que me preocupa es mi papá que se quedó cuidando los animales y la casa. Yo solo le pido a Dios que me lo cuide", expresó Felicia.
Sus palabras fueron silenciadas, de repente, por el bullicio de la calle, donde se arremolinó un grupo de vecinos que comentaba a viva voz un nuevo acontecimiento. El coloso había rugido otra vez, levantando una inmensa mancha de ceniza y vapor que podía observarse a varios kilómetros de distancia.