En cuanto asomaron las primeras canas, Luis Alonso Molina Molina decidió que había llegado el momento de cortarse el cabello. Hoy roza los 57 años y aunque desde hace años se deshizo de su frondosa cabellera (en algún momento le llegó a la cintura), aún es conocido con el mote de
Son las 9:45 a. m. del jueves 6 de enero. Frente a mí, en una cárcel de confianza, se ha sentado un hombre pequeño, de aspecto apacible y verbo suelto.
Cerca no hay guardas armados y aunque a escasos 100 meros pasa la ruta 32 –el centro está rodeada por una cerca de púas–, Molina jamás intentaría escapar.
Dentro de seis meses, por primera vez en 35 años, será libre. Este hombre, de piel achocolatada –frenético devorador de libros–, no parece el presidiario que entre 1976 y 1992 escapó de 19 prisiones, entre estas la Penitenciaria Central (en la actualidad el Museo de los Niños), la isla de San Lucas y máxima seguridad de La Reforma, en San Rafael de Alajuela.
Aunque se emociona al rememorar sus escapes, su voz se quiebra al reconocer que nunca tuvo tiempo de pedir perdón a las personas que hizo daño.
“En el 2002 decidí que no volvería a escapar. Ya tenía todo planificado, pero en eso detuvieron a mi hijo (por otro delito). Entonces dije: no más. Yo me fugaba y me ‘compraba’ más cárcel.
“Como no sabía trabajar, me metía en otros problemas. Fugarme solo me dejó pérdidas; perdí mi vida y me perdí a mis hijos. El daño me lo hice a mí mismo; el sistema lo que hacía era cerrar los huecos por los que me fui. Desperdicié mi vida”, reconoce con tristeza.
“Había dos fortines, separados a unos 50 metros. En ese entonces los guardas portaban ametralladoras M-3. Tuve que cerrar los ojos para brincar el muro porque la ráfaga (de balas) levantó un polvazal”.
De San Lucas huyó en 1985; lo hizo a nado. “Pedí que me enviaran, pero solo pensaba en fugarme. Ahí lo único que me detenía era el mar. Contratamos a un botero para que nos recogiera.
“Le dimos ¢15.000 de adelanto (en la actualidad correspondería a unos ¢375.000, cálculo basado en la inflación). Una vez en la lancha, quedamos en pagarle otros ¢15.000, pero nos estafó; no llegó nunca”.
En la fuga participaron otros dos presidiarios, uno de ellos conocido como
“Sonó la chicharra (la sirena) para dar aviso de que faltaban presos. Yo les dije (a sus compañeros de fuga) que no me iba a devolver.
“Hasta ese momento
Sin sonrojo reconoce que la fuga “que más le gustó a la gente” ocurrió en 1987, cuando huyó por el hueco que con una segueta le hizo al piso de una patrulla tipo