“Mi ilusión siempre fue vivir en las montañas del Caribe sur. Tenía 18 años de ir y venir de San José a la zona hasta que, hace dos, me fui permanentemente para allá.
“Construí una casa, ¡muy linda!, de madera, como las típicas de allí. Quería disfrutar en ella mi vejez mientras hacía realidad un proyecto ambiental, pero ya no se puede. El asalto acabó con mi sueño”.
Este es el relato de una abogada de 61 años quien vivió una pesadilla de hora y media el pasado 7 de marzo. A las ocho de la noche, tres hombres, de entre 14 y 22 años, entraron a la fuerza a su casa en Hone Creek de Cahuita, Talamanca.
“Esa noche decidí leer. Había dejado los lentes en la terraza de la segunda planta. Abrí la puerta, y allí estaba, a 10 centímetros de mi cara, un hombre con un pasamontañas.
”Pensé: esto es una broma. ‘¡Fulano, no me molestés!’. Recordé que, días antes, en Facebook, había debatido con gente que, a la luz de los recientes asaltos a hoteles y comercios del lugar, hablaba de lo peligroso de Talamanca. Yo me empeñé en defender que, en 20 años, allí nunca me había pasado nada.
”Traté de cerrar la puerta, pero él me empujó. Cuando dos más con el rostro cubierto entraron al cuarto, sentí el terror: ‘sí, me están asaltando’, acepté.
”Vi las armas hechizas. Un tubo grueso de unos 60 centímetros de largo con un mango de revólver pegado a un extremo; lo llevaba el mandamás. Los otros tenían puñales. No sé si traían armas de fuego.
”El mandamás me advirtió: ‘La voy a amarrar’. Me agarró con fuerza. Forcejeamos, logró dominarme y me tapó la boca.
”Mi perro Carbón no dejaba de ladrar. Un vecino, que sabe que vivía sola, se alarmó. Lo escuché gritar: ‘Doña, ¿está bien?’.
“Miré al jefe. Me dijo: ‘Si ese mae sube aquí, la mato’. Me quitó el pañuelo y las amarras. Mi vida dependía de que mi vecino se fuera tranquilo. Me obligué a contestarle con calma: ‘No te preocupés, el perro está nervioso; nada más’.
”Los asaltantes agarraron mi bolso. Abrieron la billetera y me reclamaron: ‘¿Solo esta cochinada de tarjetas tiene?’. ‘Tengo ¢60.000 en efectivo; es todo’, les dije.
”‘Pero usted es abogada, nosotros sabemos. Denos las joyas’, me exigían. Procuré no alterarme. Les expliqué: ‘Ustedes están confundidos; no soy millonaria’.
”Requisaron la casa, me obligaron a abrirles el estudio, donde habían dos computadoras y una cámara fotográfica que se llevaron, entre otros objetos.
”De repente, el jefe me ordenó llevarlos en el carro al centro de Hone Creek, a cuatro kilómetros de mi casa. ”‘A donde ustedes digan, vamos’, les contesté. Abrí el portón y salimos. Ya cerca del precario, les anuncié: ‘Estamos cerca. ¿Dónde los dejo?’. ”El menorcillo me dijo: ¿Qué: ¿usted conoce el precario?’.”‘Sí, yo vivo aquí desde antes de que usted naciera’, le respondí.
”Me ordenaron entrar al lugar. Yo les dije: ‘Voy a hacer un bullón acelerando porque hay mucho barreal y el carro no va a aguantar’.
”El jefe me pidió dar marcha atrás, y, en ese momento, a 75 metros de nosotros, venía una patrulla. ‘¡La paca, la paca! ¡Viene la paca!’, repitieron con pánico.
”Les grité: ‘¡Huyan, huyan!’. Se tiraron del carro rumbo al precario. ”Me quedé unos minutos ahí, como esperando que regresaran a matarme, pero reaccioné. Arranqué el carro. Busqué a la patrulla y les conté a los policías lo que me acababa de pasar. Aquello les pareció increíble.
”Entonces me enrumbé hacia la clínica de Hone Creek. Allí pasé la noche, y en la madrugada me vine para San José, pensando: ‘¿Dónde está la seguridad para el Caribe sur?’. Este es el fin de mi sueño de la ‘casa de la pradera’. Se terminó por la inseguridad tan grande. La exclusión en la zona es vergonzosa; los jóvenes no tienen qué hacer. El Caribe sur es tierra de nadie”.