Me fastidia quitarme los zapatos. Amargado, los coloco sobre la canasta de plástico y avanzo. El oficial abre la boca pero no se dirige a mí: “Qué asco mae, no sé cómo hacen para no morirse del calor”. Supero el detector de metales y su compañero contesta: “Yo no aguanto ni dos días sin rasurarme”. Ha sido suficiente, estoy por decirles que esta barba habla español y come gallo pinto cuando un gesto inusual captura mi atención.
A unos 15 metros de distancia, un anciano en silla de ruedas es sometido al proceso de revisión. Un agente le toca hasta por donde aquel hombre no siente: levanta sus piernas como si fueran gajos y revisa cada recoveco de la silla. Trago grueso y maldigo: este es el verdadero legado del 911; la cultura del terror avasallando el último refugio de la dignidad.
Recién diez años después se inaugura el memorial, solo para someter a sus visitantes a revisiones igual de extremas que las de los aeropuertos, todo en un ambiente de tensión que contrasta con las caras sonrientes de quienes posan para la foto como si estuvieran en Disney. Oh, la humanidad.
Pero.
Ahí mismo, entre los escombros, surge una figura distinta, un personaje que marcó con su cuerpo inerte la línea entre la tolerancia y el respeto: lo primero es aguantar, lo segundo es entender. La tolerancia va de la mano con la indiferencia, el respeto va de la mano con la solidaridad. El sacerdote católico Mychal Judge tenía esto muy claro y por eso murió el 11 de setiembre del 2001, a los 68 años.
Judge, quien era capellán del departamento de bomberos de Nueva York, corrió hasta las torres para ayudar a los heridos y rezar por los muertos. Tomas de archivo nos lo muestran en la recepción de la Torre Norte, con su casco de bombero todavía puesto, pidiendo al cielo, desconcertado. De camino, había topado al alcalde de Nueva York Rudy Giuliani quien le dijo: “¡Padre! ¡Rece por nosotros!”. Contestó de inmediato: “¡Siempre lo hago! ¡Siempre rezo por ustedes!”.
Entonces.
Cinco hombres se abren paso entre el polvo, cargando el cuerpo de Judge, muerto tras el colapso de la Torre Sur. La icónica fotografía le da la vuelta al mundo, todos la vemos, impresionados. No sabemos quién es. No sabemos que ha muerto. No sabemos que fue el único sacerdote que entró a los edificios. No sabemos que cada navidad visitaba siete hospitales. No sabemos que dedicó su vida a trabajar con inmigrantes, pobres, alcohólicos y homosexuales. No sabemos que él también era homosexual. Pero lo averiguamos. Y entendemos, entonces, la importancia de su mensaje: “¿Acaso hay tanto amor en el mundo como para que nos demos el lujo de discriminar cualquiera de sus manifestaciones?”