8/07/2012 11:00 am . Recorrido por los alrededores del Aeropuerto Juan Santa Maria, donde la gente viene a pasar su domingo viendo los aviones y comiendo granizados. En la foto: Kirino Alvarado vende copos con su hijo al lado que tambien vende copos. foto por Camille Zurcher
“Agache la cabeza porque si no lo hace, lo despelucan”, se dejó decir una señora mayor mientras se atarugaba otra cucharada de granizado rojo con dos leches.
Un avión bimotor acababa de pasar a escasos metros de su cabeza, mas la situación no ameritaba aquel susto ni requería sostenerse la cabellera con fuerza.
Sin embargo, cuando una aeronave de gran envergadura se aprestaba a elevar vuelo, sí era mejor agarrarse duro de la malla y prepararse para despeinarse. Y es que en este punto geográfico se levanta un inclemente vendaval cada vez que un avión le da la espalda a los aficionados, prepara las turbinas y “toma impulso” para elevar vuelo.
En esos momentos hay carros a los que se les enciende la alarma de forma automática y servilletas que son expulsadas sin rumbo. A pesar de eso, los más emocionados fiebres a la aviación se aferran a su iPhone o a su cámara para no dejar de registrar el ascenso del avión.
“Cada vez que vengo acá me sorprendo de lo increíble que es el ser humano para hacer que un ‘animal’ así de grande vuele”, dice un abuelo sentado en la parte trasera de una microbús. Él, su hijo y su nieto viajaron desde Ciudad Quesada y se parquearon por casi dos horas cerca de la cabecera 25 de la pista, donde la vía de asfalto se acerca a su final.
Ahí esperaron pacientes el arribo de una familiar. Ella estaba por llegar en una de las 80 aeronaves que –en promedio– utilizan a diario el Aeropuerto Internacional Juan Santamaría, según estadísticas de Aviación Civil.
En esa zona, a una orilla de la carretera Bernardo Soto, hay varios rótulos que dicen “prohibido estacionar”, pero parece que ya nadie los ve, o los pasan por alto adrede, para que no les interrumpan su paseo de ver aviones.
Unos choferes se estacionan ahí cada vez que el camino los obliga a pasar cerca del aeropuerto. Otros, en cambio, se orillan después de ir a dejar a alguien que saldrá del país.
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Hay otros más que nunca se han montado en un avión y solo es gracias a este paseo de observación y curiosidad que logran acercarse al vehículo que sueñan con abordar algún día.
“La única vez que he volado fue cuando tuve un accidente en moto... ¡vieras cómo salí por los aires!”, dice Enrique Rivera, un muchacho de San Marcos de Tarrazú.
Allá, por su tierra natal no se ven aviones y, cuenta él, que ni siquiera pasan en sobrevuelos. El domingo pasado, Enrique y cuatro amigos aprovecharon un paseo a Puntarenas para detenerse en este punto antes de seguir su recorrido de regreso a la casa.
Ese mismo día, una señora llegó en bus con una nieta que vive en Jacó, en Garabito de Puntarenas. Desplegó una cobija a un lado de la acera y sacó sándwiches y una botella de fresco de frutas.
A la hora en la que Alajuela sacó a relucir su sol, la abuela sacó una sombrilla azul para protegerse ella y la niña. ¡Santo remedio y santa sombrilla!
Unos, menos precavidos, no llevan ni siquiera una gorra para evitar la angustiante luz del medio día. Pero para estos hay otra solución: los granizados.
En los alrededores, hay varios coperos: tres en el costado norte, otros dos sobre el camino que lleva a Belén y uno más al otro lado, cerca del conocido restaurante La Candela.
Hay copos de kola, limón, coco, zarza, chicle, uva, naranja y otros sin azúcar. Hay leche en polvo y condensada. Hay marshmallows y un basurero para dejar los residuos para cuando el copo se acabe.
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“El granizado es lo mejor de este paseo”, comenta Gabriela Vázquez, de 25 años. Lo dice como conocedora, pues su primer paseo a un costado del aeropuerto fue hace seis años, cuando la llevaban como hija. Ahora repite la aventura como madre.
Ese es el tipo de clientes que más le convienen a los coperos cuando el sol es su mejor aliado. Don Quirino Alvarado trabaja seis días a la semana ofreciendo estos productos en este caluroso lugar.
Un buen domingo, vende entre 50 y 60 granizados a ¢800 cada uno. El ingreso le ha alcanzado para alimentar a su familia por más de 20 años.
Dice él que de lunes a viernes llega bastante gente que se parquea en ese lugar y se come un copo mientras ve los aviones ir y venir, pero como el domingo no hay mejor día para el negocio.
Con él coincide Jorge Terán, un vendedor de aviones a escala. Su mercadería es marca China Southern pero él la consigue en San Sebastián. Ese domingo no había logrado vender uno.
La hora pico de los vuelos es entre 10 a.m. y 11 a.m., pero llegan más curiosos a media tarde, cuando aparece en escena la aeronave más grande que aterriza en el Juan Santamaría.
El avión A340 de Iberia es el mayor atractivo para el público que se acerca a la cabecera 25 de la pista.
La nave tiene cuatro motores, viene de Madrid, España, y tiene capacidad para más de 300 pasajeros.
Si se le quiere apreciar con detenimiento, no queda otra que parar el carro y bajarse a verla, tal vez con una mano en la malla y la otra en un copo.