Seamos sinceros: no todos quieren poner los pies en la tierra. Algunos querrán colocarlos en esos zapatos negros de cuero italiano; otros, en esos encantados tacones de aguja que se asoman en la vitrina. Los más embelesados por los arrebatos efímeros de la moda querrán ponerlos sobre los tenis que Chanel presentó en enero pasado en la Semana de la Moda de París.
El diseñador de esa casa francesa, Karl Lagerfeld, quien se ha convertido en una especie de sumo sacerdote de la moda en lentes oscuros, maravilló a muchos y desconcertó a otros al elevar el calzado deportivo a la alta costura. Cada par costará más de $4.000 y llevará más de 30 horas de fabricación en el taller Massaro.
Esa comunión entre comodidad y ostentación es rara para la moda y casi inaudita para la historia del calzado. Es, además, un signo de nuestro tiempo: las casas de moda no están excluidas de un mundo que corre para aumentar las ganancias y, con ello, el poder.
Años atrás, el poder iba un poco más lento y lucía un calzado cuya prioridad no era caminar. Así lo demuestra un recorrido por la curiosa colección del único museo del calzado de América Latina.
Calzar la historia
En una calle del Centro Histórico de la Ciudad de México, una puerta casi imperceptible conduce a un segundo piso que alberga más de 5.000 zapatos de tamaño natural, más otros 15.000 en miniatura. El Museo del Calzado El Borceguí se fundó en 1991 y cuenta con seis exposiciones en las que se muestra calzado de todas las culturas y épocas.
“Los primeros zapatos son sandalias hechas con diferentes tejidos: en América fue el maíz, en Europa se elaboraron con cáñamo y esparto, y en Asia, con arroz. Eran culturas diferentes, pero tejían el mismo calzado; uno puede ver que tienen tejidos similares aun sin tener cercanía”, explica Norma Ponce, coordinadora del museo.
Ponce muestra parte de las piezas más antiguas que tienen: datan del siglo III d. C. y provienen de Egipto y Roma. Cuenta que los faraones y quienes tuvieran algo de poder en el antiguo Egipto creaban sus zapatos con plantillas de oro anudadas con diversos tejidos.
A los primeros prototipos les siguen las piezas de la Edad Media, desde el calzado de una armadura hasta las polainas de cuero. También se hallan los zapatos de La India, Paquistán y el norte de África, conocidos como “babuchas”.
Las babuchas eran fabricadas con pieles caprinas o porcinas y no resultaba raro que estuviesen dotadas de infinidad de bordados y pedrería que sintonizaran con la casta de su dueño. Todas conservan algo en común: una curvatura en la punta que puede elevarse tanto como la osadía de su portador.
“La punta llegó a medir 76 centímetros desde el talón hasta la punta. ¿Cómo lograban llevarla? Era tan incómodo que la debían atar con una correa al hombro”, explica Ponce.
Corto erotismo
El museo reúne el calzado característico de dos prácticas que tienen más puntos en común de lo que parece.
La primera se realizó en la China durante un milenio y consistió en el uso de vendas para reducir el tamaño de los pies hasta donde fuera posible. Según Ponce, los “pies de loto” –como se conocía a esta modificación corporal– pretendían un suntuoso y doloroso ideal de belleza. “Esto nos lleva a una cultura de poder. Únicamente las personas que tenían un alto poder social podían deformarse los pies”, declara.
El vendado de pie se iniciaba cuando la niña tenía entre dos y cinco años. Era efectuado durante el invierno con el fin de que los pies se entumecieran con el frío; así se reducía el dolor y el riesgo de infecciones. Los dedos eran doblados hacía la planta del pie hasta romper las falanges. Después era necesario romper a la fuerza el arco plantar y vendar firmemente ese fardo de huesos fragmentados.
Se presume que la búsqueda de los pies de loto se inició durante la Dinastía Tang (937-975) y continuó hasta 1912, cuando el gobierno nacionalista chino censuró la práctica. Los pies diminutos representaron un símbolo de erotismo. Obligaban a un delicado paso y esto –se decía– enloquecía a posibles maridos.
Pero la belleza no estaba completa sin los diminutos zapatos que se utilizaron para calzar los pies de loto. Confeccionados en seda y decorados con elegantes bordados, este peculiar calzado permanece en el museo como el testigo de una práctica milenaria que cabe en la palma de una mano.
Centímetros más
La otra costumbre es más familiar. Es la misma que aún viven muchas mujeres cuando al final del día se desprenden, con alivio, de sus zapatos de tacón. Sin embargo, antes de llenar los guardarropas femeninos, estos zapatos fueron una muestra de masculinidad.
Eran rojos, medían 10 centímetros y hasta los usaba Luis XIV. Con ellos, el rey francés disimulaba sus 163 centímetros de estatura, muy poco tamaño para un líder absolutista.
La tendencia provino de Persia. “Los zapatos de tacón fueron usados por siglos en el Oriente Medio como calzado para los jinetes”, asegura Elizabeth Semmeljhack, del Museo Bata Sho (Toronto) a la BBC. “Cuando los soldados se aferraban a sus estribos, el tacón ayudaba a sujetarse al caballo y así poder disparar sus flechas con más precisión”, continúa.
Fue a finales del siglo XVI –cuando el Shah Abbas I buscó estrechar lazos diplomáticos con Europa Ocidental– que el influjo persa llegó al viejo continente.
Según la profesora de historia de la moda en la Universidad de Costa Rica, Ángela Hurtado, los tacones fueron utilizados tanto por hombres como por mujeres hasta el siglo XVIII: “Las influencias de la moda inglesa, más ‘informal’ y campestre, se juntaron con ideas políticas y filosóficas que preconizaban un retorno a lo natural y a una vida más sencilla. Antes de la Revolución Francesa, ya hombres y mujeres de clase alta lucían trajes a la inglesa, más sencillos, que, en el caso de los hombres, incorporaban prendas derivadas del atuendo de montar a caballo”.
La Revolución Francesa agudizó esa tendencia y los hombres se despojaron de las pelucas, los atuendos lujosos y los tacones. En adelante, sería el calzado femenino el que se convertiría, al igual que el calzado para los pies de loto de las chinas, en el ejemplo perfecto de la “teoría de la clase ociosa”, de Thorstein Veblen.
“En este caso, una persona busca demostrar su capacidad económica con prendas que le impidan el movimiento, con la idea de que si sus ropas son tan incómodas, delicadas o de colores tan claros que se dañarían al intentar cualquier actividad física, es porque ellos no necesitan hacer labores extenuantes para sobrevivir económicamente”, asegura Hurtado.
El museo posee dos colecciones que hacen eco de esa teoría: una de botas victorianas y otra especializada en calzado del siglo XX y hasta nuestros días. No fue hasta hace un par de decenios cuando la ropa deportiva acaparó las pasarelas y los tacones de aguja y las plataformas caminaron al lado de tenis con los que bien se podría hacer una maratón. Claro, si es que alguien realmente se atreviera a correr con tenis Chanel de $4.000.