La gorra que lleva puesta dice “I served with pride” (“Yo serví con orgullo”) en letras amarillas que resaltan sobre el estampado de camuflaje.
Tenía 18 años cuando la efervescencia política de Costa Rica llegó a tal grado, que Óscar Rivera Castaing decidió que iba a “defender la democracia costarricense a como diera lugar”, recuerda. El entusiasmo lo llevó a unirse a las filas liberacionistas que pelearon al lado de don
Más de 60 años después, dice, no ha perdido el ímpetu y estaría dispuesto a salir a luchar si la causa lo ameritara. “Cuando ocurrió lo de isla Calero, los excombatientes bromeábamos diciendo que, aunque ya estábamos muy viejos, nos podían echar en un hueco con un rifle y desde ahí disparábamos”, cuenta entre risas.
El ejército costarricense se abolió el 1.° de diciembre de 1948; sin embargo, aún quedan militares de “hueso colorado” y personas que participaron en aquel conflicto armado. La mayoría están sumergidos en el olvido de una sociedad a la que le resienten la falta de memoria histórica.
Lo que más les duele no es la pensión paupérrima que reciben, sino la indiferencia. “Hay un interés de invisibilizar toda la historia militar de Costa Rica, pero fue algo que existió”, opina Rivera.
“Fue muy doloroso ese trance de la historia de este país”, cuenta Humberto Víquez Cubero, también excombatiente.
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A raíz del fotoensayo sobre el tema, publicado el domingo pasado en la
Quedarse cruzado de brazos no era opción fácil en esos tiempos. Ya fuera por pasión o por convicción, de una forma u otra, muchas personas se involucraron en la lucha política que florecía en diferentes regiones del país.
Le pasó a Elsa Cabrera Salazar. Ella no podía votar pues el sufragio femenino se aprobó hasta 1949. La prohibición imperante en el tiempo de la revolución, no impidió que la política calara en sus entrañas. “En el 48, yo tenía 23 años y trabajaba como oficinista del grupo de carros del Servicio Público. Los choferes llegaban contando lo que estaba pasando con la revolución”, explica.
Como era simpatizante de Figueres, se dedicó a ‘pelar la oreja’ y a tomar ‘notas mentales’ de lo que escuchaba. Lo demás era tarea simple: llamaba a la casa de Frank Marshall –uno de los dirigentes del conflicto– y, desde allí, con un transmisor de radio, hacía llegar la información a los combatientes que estaban fuera de San José. Era una informante pura y dura.
“Yo jamás me hubiera imaginado que me iba a involucrar en una cosa como esa; por dicha, mis jefes no se dieron cuenta porque unos eran calderonistas”, cuenta.
Tampoco faltaron los sustos propios de cualquier conflicto armado. Elsa recuerda que, más de una vez, tuvo que salir corriendo por el temor de ser alcanzada por una bala perdida. Sin embargo, no se arrepiente de haber sido parte activa de aquel conflicto. “Los que participamos no olvidamos; hay que contarle a los jóvenes qué fue lo que pasó”, relata con convicción.
En general, los hijos de exmilitares atesoran las historias de guerra que sus padres les relataban en la infancia.
“Mi papá me contaba que él estuvo en el Paseo Colón cuando Figueres desfiló luego del triunfo”, cuenta Humberto Víquez Casares. Su padre, de 84 años, sentado frente a él, sonríe, confirmando sus palabras.
Oriundo de Tierra Blanca, Humberto Víquez Cubero, se marchó a San José a los 14 años, para trabajar como ayudante en el hospital San Juan de Dios. Cuando tenía 18, escuchó que el ejército estaba reclutando jóvenes, y el sueldo –de entre ¢200 y ¢300 mensuales–, le hizo la boca agua.
Él sirvió dos años, luciendo el uniforme y defendiendo los ideales liberacionistas de la época y que hasta le ofrecieron ir a pelear a la guerra de Vietnam pues el ejército norteamericano estuvo entrenando a militares ticos.
No volvió a empuñar un arma desde aquellos años, pero guarda el recuerdo en el compartimento de las vivencias inolvidables. “Fue muy duro pero muy lindo”, son los adjetivos con los que describe aquellos tiempos.
“Cuando abolieron el ejército, nos dijeron que íbamos a ir a la calle a servir como policías”, relata Humberto Víquez, y explica que esto pasaba debido al entrenamiento militar que tenían y que les daba cierta ventaja. A Óscar Rivera, por ejemplo, lo asignaron a un grupo selecto de oficiales que se encargaban de resguardar la Casa Presidencial. Para desempeñar dicha labor, fueron llevados a la Escuela Militar de Guadalupe, con el fin de que reforzaran ahí los conocimientos en artillería que habían adquirido en los días de la guerra.
Don Humberto es enfático al explicar que no es lo mismo ser militar que ser policía, ya que en la calle “hay mucho problema y es más agitado”.
Sin embargo, ser miembro de la Fuerza Pública tenía sus ventajas. Según relata
“Éramos todo un
Paulatinamente, ambos combatientes fueron dejando el oficio de policías para integrarse de lleno en la vida de civiles.
“Volví al colegio Los Ángeles donde hicieron un baile en nuestro honor y nos entregaron medallas por haber participado en la guerra”, relata con orgullo Rivera Castaing, quien posteriormente laboró en el Banco Nacional hasta que su jubilación.
Don Humberto trabajó en Sixaola, Barra del Colorado y San Vito.
Algunos de ellos resienten todavía la decisión de abolir el ejército y lamentan la ausencia de valores en la actualidad.
“Lo que yo aprendí en el ejército es lo que me hizo la persona que soy. Lo primero que se enseñaba era disciplina, honradez y trabajo, valores que hoy se han perdido”, sostiene Urbano Chaves Medina, también excombatiente.
“Hoy, la gente no valora lo bello que es no tener ejército. ¿Cuándo van a tirar un cañonazo? ¡Nunca! Porque aquí nadie puede venir a pelear y los ticos no nos damos cuenta de la paz en la que vivimos”, opina Elsa Cabrera con ímpetu.
Eso no significa que el espíritu de lucha se haya apagado entre las memorias polvorientas y el tiempo transcurrido.
“Yo entré a pelear por fiebre y aún no se me ha quitado”, insiste Óscar Rivera.
Y Urbano Chaves Medina asegura que, pese a sus años, saldría gustoso de su rancho en Quepos, si con ello lograra colocar a un político ‘decente’ en el poder. “Aunque tengo un ojo malo, con una ametralladora en la mano le garantizo que todavía soy terrible”, asevera con determinación.
En la silla del comedor de su casa, Elsa Cabrera dice convencida que, con sus 87 años de edad a cuestas, también iría a pelear por su patria.
–Pero, sin armas, ¿qué les tiraría a los invasores?
Suelta una risa mientras piensa su respuesta:
–¡Diay, aunque sea huevos!