Todo empezó cuando me fui a vivir a playas del Coco, en Guanacaste, junto a mi familia. Estaba en noveno año. No logro recolectar memorias suficientes sobre ese momento, ni las despedidas que me hicieron en el colegio, ni el día en que hicimos las maletas o la noche en que llegamos a instalarnos a nuestra nueva casa, un pequeño apartamento para vacacionar.
Era pequeño. El microondas tenía que estar en una silla, y yo compartía una habitación con mi hermano y dormíamos en un camarote. Yo tenía la cama de arriba. En el complejo que habitábamos, los vecinos eran una piscina y otras cabinas casi siempre vacías.
El mar estaba al frente. Solo tenía que cruzar la calle y ya. Tampoco recuerdo la dinámica de las mañanas para ir al colegio, pero sí el largo recorrido para llegar que tomaba casi una hora porque estudiaba en Liberia. Pero con los meses nos adaptamos al cambio.
Comenzamos a hacer nuevos amigos, y con el tiempo, al lado se instaló una italiana llamada Ariel. Nos contaba que en su país trabajaba como florista y apenas llegaba el invierno, huía. Pasaba todas las mañanas flotando en una cama rosada de plástico en el mar.
Cuando tenía un rato libre, iba a la playa a verla ser. Tenía la piel seca y tostada, y todo el tiempo brillaba en aceite con olor a zanahoria. Mi hermano, que en ese entonces tenía 7 años, comenzó a rechazar la idea de usar zapatos.
Justo cuando podía divisar el camino a la casa, se quitaba los tenis dentro de la buseta, y apenas llegaba se ponía una pantaloneta y se tiraba al agua. Los sábados solíamos ir juntos a la playa a ver el atardecer, él jugaba con la arena, y hacía sus castillos, y yo lo veía ser.
Ahí forjamos algo, aún no sabemos qué.
Como no tenía amigos de mi edad, comencé a caminar por las villas. Según yo, espiaba a los "vacacionantes" y analizaba sus actividades. Iban y venían.
Un día abrieron una gelatería cerca de la casa. Nunca entré por un helado, pero me quedaba en alguna mesa viendo a los italianos ser.
Pasé mucho tiempo en esa playa que no era especial, no tenía el agua cristalina ni la arena sedosa, pero estar rodeada de tanta naturaleza despertó algo en mí que hasta hace poco descubrí. De alguna forma, quedé completamente conectada a ese lugar.
Al mar, al suspenso que sentía cuando comenzaba a caminar hasta el final de la playa, sin saber qué iba a encontrar. Al silencio que compartía con mi hermano. A ver el cielo ser, y ya.
Cada vez que me sentía estrujada dentro de nuestra pequeña casa, sabía que tenía todo el mar para mí. Un día amaneció oscuro. Llovía muy fuerte y no fuimos a clases. Alguien dijo que el mar estaba furioso. Inmediatamente corrí a ver. Estaba completamente café, las olas no eran altas pero eran muchas. La gente se sentía asustada por lo que pasaba, pero yo, por alguna razón, temía por él. No quería que nada malo pasara.
En la mañana siguiente, el agua estaba de nuevo azul. Algo aprendí de eso, pero todavía no sé bien qué. Poco a poco, comencé a entender la relación que estaba creando con todo lo vivo que me rodeaba.
Las tareas las hacía en la playa; si podía almorzaba ahí, me llevaba el plato. Cuando no podía dormir en las noches, salía a la piscina y me acostaba a la orilla a ver las estrellas.
Un día, en una de mis caminatas, descubrí una casa con un caballo y un bosque al fondo, al que solía entrar y nadie se molestaba.
Me sentía expandida, y completamente nerviosa cada vez que conocíamos un nuevo lugar, una nueva playa. También comencé a detestar los zapatos, y no recuerdo haber usado sueta un solo día.
De alguna forma, ahí aprendí a sentir la piel.