Nunca haríamos nada, porque todo podría ser diferido para mañana.No filosofaríamos, porque, si como decía Montaigne, “filosofar es prepararse para la muerte”, la eternidad nos eximiría de este displacentero ejercicio.
Habiendo devenida inútil la noción de “legado”, no nos preocuparíamos de dejar sobre el mundo nada que nos represente, que siga siendo nuestra voz después de desaparecer.
Perdiendo la vivacidad del hic et nunc , del aquí y el ahora, el condimento de lo perecedero, el placer sería inconcebible: nos saturaríamos de él. Ante la disponibilidad de una infinidad de placer, este perdería su magia como tal.
Al no temerle a la muerte, no produciríamos eso que, en el sentido más abarcador de la palabra llamamos “cultura”, esto es, la suma de todas las creaciones e instituciones humanas en un momento histórico dado. ¿Por qué? Porque la cultura no es otra cosa que un milenario, estentóreo, unánime grito de terror ante la muerte, que el ser humano ha transformado en mil manifestaciones: arte, ciencia, religión, poesía, mitología, amor.
No amaríamos eróticamente. Ese amor que se juran “para siempre” los esposos, asumiría la forma de un tedio inmensurable, cuando se comprende el sentido del adverbio “siempre”: ¡la eternidad es realmente mucho tiempo! ¡Va a hacerse demasiado larga (sobre todo hacia el final)!
No tendríamos hijos, porque la procreación es, en buena medida, producto del deseo de “perseverar en el ser” (Unamuno), de perpetuarse.
No sufriríamos: de alguna manera, sentiríamos que todo, absolutamente todo, es, a plazo de eternidad, remediable, reparable. Fin del llanto.
No reiríamos, porque la risa es, por definición, producto de la finitud. Quien ríe, ríe de un hecho acotado en un momento y un espacio dados. Ya no habría momentos: todo sería mañana.
No esperaríamos. Asumiríamos simplemente que todo, tarde o temprano, va a terminar por suceder. Podemos sentarnos a silbar en una hamaca: la eternidad se encargará de que todo ocurra, producto de alguna de sus infinitas configuraciones.
No habría cementerios, mausoleos, monumentos ni museos: estos ámbitos pretenden preservar algo juzgado valioso en el tiempo. En un horizonte de eternidad, careceríamos de perspectiva para asignarle a nada valor histórico.
No sabríamos quienes somos, porque las mutaciones a que seríamos sometidos, las sucesivas transformaciones de nuestro ser, nos privarían de principio de identidad.
No repararíamos en el paso de las estaciones, en los amaneceres ni en las puestas de sol: cualquier cosa que se ve durante más de mil años se convertirá en algo absolutamente banal.
Tendríamos que reinventarnos a nosotros mismos –por decir lo menos– cada cien años. ¿Vivir con uno mismo durante una eternidad? ¿Ninguna posibilidad de cambiar de compañero de celda? ¡Qué horror! ¡Asco de mismidad!
No haríamos el bien, no haríamos el mal: estas nociones solo pueden ser comprendidas en el marco de la finitud. Dentro de un horizonte de eternidad, lo bueno puede llegar a ser malo, y lo malo bueno, en constante reinterpretación, relectura de valores. Abolidas quedarían la ética y la moral.
Habiendo tomado por asalto el universo, y habiéndonos proclamado dictadores vitalicios –es justo lo que, mutatis mutandis , hacen muchos tiranuelos políticos– le robaríamos su provincia en el ser a todos los que debían venir después de nosotros. El ser es limitado: no entrarán nuevos pasajeros al barco hasta que bajen los que van a bordo.
Algo hay peor que la muerte eterna, amigos: el prospecto de la vida eterna, para quien espera, un día, dejar de ser.