Me metí a zumba hace un par de meses. Fui solo para darme cuenta de mi incapacidad para coordinar las extremidades inferiores con las superiores, y para reafirmar lo poco sensuales que me salen los pasos sensuales.
Aun así, sigo yendo religiosamente dos veces por semana y me pongo bien adelante, en parte para lograr ver los pasos que hace el instructor, pues me toca prescindir de los anteojos si no quiero que se quiebren mientras hago el brinquito de la cumbia. Pero también lo hago para reírme de mí misma porque hago horrible y me doy gracia.
No solo eso. Soy de las que aplauden en la clase y les gritan porras al resto de compañeras. Soy de las que hacen bulla cuando el instructor da un paso en falso. Soy mi papá de hace 20 años, cuando él era el showman de los aeróbicos.
Empecé a perder la vergüenza cuando entré a la tercera década y me dejó de importar tanto lo que dicen los demás. Aunque creo que realmente empecé a perder la vergüenza cuando el dermatólogo me dijo que me iban a suspender el tratamiento del vitiligo porque no había mejorado gran cosa y la radiación me estaba haciendo más mal que bien.
Ese mismo día, saliendo del consultorio, solo me quedaban dos opciones: desmoronarme, llamar llorando a mi jefa, decirle que prefería faltar al trabajo e irme a mi casa a seguir llorando; o respirar profundo, pensar positivamente y seguir con la vida.
Hice lo segundo. Después de todo, la mía es una enfermedad meramente estética, no me limita a hacer nada y, tras de eso, suspender el tratamiento me ahorra estar yendo al hospital dos veces por semana, con el estrés que implica estar una hora en presas para que me metan ocho segundos en una máquina. También me ahorra volver a tener un accidente de tránsito en pleno Paseo Colón, y tener que soportar los piropos del mae del parqueo. Pura ganancia.
Entonces me fui para el trabajo y todo salió bien. Pasé un día maravilloso vacilando con las chicas de Perfil y ni me acordé de llorar. Ese día decidí asumir las manchas, dejar de esconder las manos, mostrar orgullosa los pedacitos de piel decolorada y concentrarme en hacer cosas que me hicieran feliz, como ir a zumba.
Lo mejor de no tener que regresar al tratamiento contra mis manchas es que me da la posibilidad de olvidarme de ellas, al menos por ratos extensos. Sin embargo, olvidar no es cuestión de cerrar los ojos, sino de ocupar la mente.
Por eso, todos los días tengo un proyecto. El de ayer fue instalar unas repisas en el baño de la casa para acomodar los paños. El de hoy será enseñarle a la perra salchicha cómo esquivar la cola del gran danés, para que no le golpee la nariz. El de mañana será empezar la dieta (no importa el día que sea, esta siempre será la meta de mañana). El de la próxima clase: coordinar mejor pies y manos.
Así, mientras hago el brinquito de la cumbia, ni me pasa por la cabeza que tengo vitiligo. En ese momento solo soy yo, haciendo bulla, concentrada en los pasos, riéndome de mí misma y, sobre todo, disfrutando desvergonzadamente.
Si me pongo a pensar, más o menos color en la piel no me define. Bailar descontrolada, disfrutar cada momento y aprender a reírme de mí misma, sí.