Danny Brenes
Debajo del árbol de Navidad estaba un disco compacto, que estrenaría con mi flamante discman nuevo.
Era el año 2000, aunque podría equivocarme por un número, hacia adelante o hacia atrás; coincidió con mi ingreso al colegio, que fue complicado porque no tener amigos en plena preadolescencia es complicado.
Mi discman hacía que fuera mucho más fácil no tener con quién hablar, porque aunque no tuviera quién me escuchara a mí, yo sí podía escuchar a alguien más.
El siguiente paso era encontrar a alguien que dijera las cosas que yo pensaba y sentía, pero no sabía expresar porque ni yo mismo entendía bien qué llevaba por dentro.
Debajo del árbol de Navidad, encerrado en ese disco compacto, encontraría a ese alguien.
La primera vez que escuché a la banda Linkin Park fue algunos meses antes, en MTV.
Pasaron el video de One Step Closer , una canción con gritos acompañada por un video con bichos verdes y músicos con tatuajes. La fascinación ocurrió al instante. Le pedí a mis padres que porfa porfa porfa me regalaran Hybrid Theory , el primer disco de la banda, para Navidad.
Eran tiempos distintos. Eran tiempos de cidís . Eran tiempos de pedir música para Navidad.
Eran tiempos de preocuparse porque el disco se rayaría de tanto escucharlo. Acepté el riesgo: escuché Hybrid Theory sin cansarme durante por lo menos dos años. Luego mi papá me compró Meteora , el segundo disco, y ya no lo disfruté tanto, aunque no lo quise aceptar.
El tiempo probaría ser definitivo: Linkin Park y yo no volveríamos a cruzarnos, cada quien seguiría su camino sin resentir al otro. De vez en cuando, en un arrebato de nostalgia, volvería a escuchar las viejas canciones y sentiría un gusto complejo de explicar: una hipnosis adolescente.
El jueves, mientras esta revista cerraba edición, Internet me dio un golpe en el pecho. La noticia de la muerte –mientras escribo esto, todavía no se ha confirmado si fue un suicidio– de Chester Bennington, vocalista de la banda, estalló y pronto tuvo réplicas en medios alrededor del planeta, incluyendo la misma mesa en la que trabajo todos los días. Alerté a mis compañeros del suceso; luego, en silencio, puse play a Hybrid Theory y me sentí triste. Me permití sentirme triste.
Mi relación con mis ídolos, con mis héroes, con mis referencias, como sea que se les llame, ha sido extraña a lo largo de mi vida: siempre llegué a ellos cuando ya estaban muertos. No vi morir a Tolkien; era un niño cuando murió Cobain; desconocía la obra de Roberto Bolaño cuando la muerte se lo llevó. Abrazado por mi quieta tristeza, intenté adivinar qué significará, eventualmente, su muerte en mi vida.
No encontré una respuesta, o al menos no una nueva porque, me di cuenta, la respuesta ha estado conmigo desde el día en que encontré el disco compacto bajo el árbol de Navidad, tantos años atrás.
Chester Bennington –y, por extensión, Linkin Park– será lo que ya era: un amigo que cantaba las cosas que yo quería decir pero no sabía cómo; un amigo que grita cuando yo me quedaba callado, que en su desolación siempre me transmitió esperanza.
Quisiera haberle dado las gracias.