“Quien mira hacia fuera sueña, quien mira hacia dentro, despierta”. Carl Jung
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Mi madre me regaló La inteligencia emocional en algún momento de mi adolescencia. Algunos pasajes ya estaban destacados por ella, otros los subrayé yo, la mayoría no los leí. Sin embargo, el libro se quedó en mi habitación por años, acompañando todas mis etapas de reinvención en silencio... Era como si las palabras de su autor, Daniel Goleman, procuraran alcanzarme, aunque fuera por ósmosis.
Por mucho tiempo desestimé la obra como “literatura de supermercado”, pero mudanza con mudanza, cargaba el libro. Sabía que algo había querido decirme mamá, algo más allá de su eternamente fatídico “tenés que aprender a decir que no”. Pero… ¿Quién le dice a su hijo que acepte su inteligencia cognitiva como promedio y que busque entonces un plan B en las emociones? Mejor regalarle un libro y que años después siga encontrando sus propias respuestas.
Goleman sostiene que la inteligencia racional tal y como la conocemos no necesariamente garantiza una vida de plenitud al ser humano. Es decir, puede que usted haya salido muy bien en su test de coeficiente intelectual, que de todos modos su vida puede terminar siendo una cruzada cuesta arriba simple y sencillamente porque nunca puso el chinamo emocional en orden. Nada nuevo, diríamos, muy en la línea de la máxima eterna de que el dinero no compra la felicidad.
¿Qué nos acerca entonces a ese idílico, esquivo y cada vez más satanizado concepto de “felicidad”? ¿Acaso no es eso lo que realmente buscamos? Estar bien… (que no es lo mismo que “quedar bien”, aunque en Tiquicia no lo tengamos claro). Para estar bien hay que empezar por reconocer nuestros propios sentimientos y entonces sí, ser capaces de comprender los ajenos.
Sin embargo, revisar en nuestra gaveta emocional no es un ejercicio fácil. Por el contrario, resulta más cómodo echar mano a cuanto parche distractor encuentre uno en el camino. Se sabe: mantener la mente ocupada con lo que sea menos lo propio y, en no pocas ocasiones, echarle la culpa de todo a los demás. El clásico caso del “pobrecito yo”. Pero desgracias tenemos todos, es en cómo las enfrentamos es donde podemos hacer la diferencia. Así, cuando la vida se plantea como un callejón sin salida, no hace falta ser el más inteligente, basta con ser el más listo.
La inteligencia emocional implica adoptar una actitud empática y social que, “irónicamente”, nos brinda mayores posibilidades de desarrollo personal. Así, una vez que miramos hacia adentro, somos capaces de ver hacia fuera con otros ojos, con otra conciencia y con la capacidad de trascender el angustiante peso de creernos cada uno de nosotros el centro del mundo.
Porque no lo somos. Y mientras más rápido lo entendamos… más rápido mejorará nuestra calidad de vida... y la de quienes nos rodean.
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