El ocio, seamos francos, no era mal visto en tiempos del paraíso terrenal. De hecho constituía uno de sus mayores atractivos. Su mala fama echó a andar cuando a no recordamos qué rencoroso, se le ocurrió incluirlo en la lista de los pecados capitales bajo el alias delictivo de “pereza”.
El ocio, sigamos siendo francos, es más latino que sajón, y como latinos que somos, respetuosos de nuestra idiosincrasia, le consagramos buena parte de nuestro tiempo. No obstante, y en vista de que nuestra consumista sociedad nos empuja a trabajos cada vez más absorbentes, me veo obligada a realizar su apología. ¿Qué sería de nosotros sin el ocio? No sé, ¿seríamos… japoneses? ¿Ascenderíamos de clase? ¿Tendríamos per cápita más automóviles? (Visto el tráfico, sólo imaginar esta última posibilidad y salgo ya, ya, ya, a tumbarme en el zacate, del que no me levantarán ni las zompopas.)
El ocio, muy señores míos, es sumamente necesario. Sin ocio no hay languidez, y sin languidez no hay pendiente por la cual resbalar hasta la voluptuosidad, esa mesa benévola donde se sirve el buen sexo. El ocio lo practican, por ejemplo, muchos mediterráneos, tomando de excusa los domingos para inventarse almuerzos de cinco horas (no exagero, pregúntenle a Fellini) repletos de parientes o de amigos. Las cocinas italiana, francesa, griega o española, son lo que son porque había que hacer el ocio suculento. (No pretendo ser descortés; pero, en comparación, ¿cuántos restaurantes ingleses, alemanes, suizos, –países laboriosos compulsivos– hay por ciudad?)
El ocio propicia retozar con la pareja, perecear con los hijos, tirarse bajo un árbol y ver caer la gravedad en forma de manzana, escribir poemas.
Para eso sirve el ocio, y si no, que le pregunten (claro, con una médium) a mi abuela, que nomás me veía escribir versos en la adolescencia, me mandaba bufando “a hacer oficio, en lugar de estar haciendo vagabunderías”.
El ocio inventó el hedonismo. Si no inventó el amor, le dio marco y espacio. Convocó a los amigos, armó el baile y la fiesta. Bendijo a inventores, filósofos y artistas. Dio sentido a la existencia. Es calidad de vida.
Si podemos elegir, miremos con malos ojos al empleo que exige “laborar sometido a presión”, y a la empresa que espera descalabrar nuestra paz familiar sacándonos horas extra en feriado. ¿Cuántas úlceras vale ese dinero tan caro? ¿Realmente lo necesitamos?
Hay un tiempo para trabajar. Hay un tiempo para holgar. El secreto está en no permitir que ninguno prime sobre el otro.