Ovidio Muñoz
Visto desde diez mil metros de altura el Caribe es un espejismo turquesa y esmeralda y visto desde abajo es un poema, específicamente uno de Nicolás Guillén.
El poeta lo vio como un pez y después de eso es fácil para nosotros imaginarlo luciéndose desde el otro lado de un cristal.
Caribe, cariba, caniba, caníbal. El tiempo ha transformando la palabra hasta ponerle dientes y convertir ese mar en el animal fantástico de Guillén.
Cuando se enfurece se huracana. El resto del tiempo, visto desde arriba o desde abajo, ofrece una calma y unos colores que intentan repetir las tarjetas postales.
MI primera visión de él es la del inicio: desde un avión. Viajaba hacia Cuba en 1996 y en un punto del trayecto, cerca del destino, empezaron a aparecer por la ventanilla los característicos y bellos manchones de todos los verdes. El Caribe se escribía con "c" de calma.
Ya en tierra le noté otro ánimo. Se estrellaba contra el malecón de La Habana, se retiraba, embestía de nuevo, se revolvía, silbaba al colarse por los huecos del muro y se elevaba hasta bañar con espuma la otra orilla de la calle. Solo le faltó rugir. O quizás lo hizo de noche o de madrugada, cuando no pude oírlo.
Yo no conocía entonces el poema de Guillén, de lo contrario habría esperado hasta ver salir de la bahía el lomo azul y la cola verde entre los pescadores sobre neumáticos.
Revuelto y furioso lo encontré mucho después llamándose Caribe sur. La playa estaba sola y yo estaba solo en un rincón tranquilísimo de esa costa talamanqueña.
Saber más de nuestro Caribe se lo debo, en parte, a la librería Libro Azul, donde compré “Wa’ apin man?”, un libro de Paula Palmer y Quince Duncan.
La obra nos cuenta, en boca de talamanqueños, la historia de esa tierra que algunos costarricenses aún no conocen, requisito para amarla.
El libro picó mi curiosidad. Por eso un día quise saber quiénes estaban enterrados en aquellos riscos de punta Uva y Manzanillo donde me sorprendieron dos tumbas simples. Lo averigüé: eran fundadores, pioneros, ambos de apellido Hansell, hombres con tan buen gusto que para el descanso final eligieron sitios con vista a la inmensidad.
En diciembre del año pasado fui de Cahuita a punta Uva varias veces. Una tarde, en Cocles, encontré un objeto como los que me encantan, es decir, único.
Es una tablita de veinte por veinte centímetros, pintada con colores vivos, o sea, caribeños, y que tiene, escrito a mano, "Manzanillo: 10 km".
Estaba partida por la mitad y la habían tirado entre un montón de basura recogida de la playa, entre hojas de palmera y de almendro. Deduje que estuvo durante años guiando a los visitantes, animándolos a seguir más al sur.
Recogí la tabla, en casa le sacudí la arena y la coloqué en la sala. Tiene una función: ayudarme a sentir que estoy cerca de nuestro (mi) Caribe sur aun cuando me encuentro en la meseta. Es un intento de apropiación. Pero el trabajo no lo hace la tablita sola: cuando deseo que la sensación sea más completa frío mis plátanos maduros en aceite de coco, pongo a nadar en mi arroz un chile panameño y voy al poema del maestro cubano:
“En el acuario del Gran Zoo, nada el Caribe.
Este animal
marítimo y enigmático
tiene una cresta de cristal,
el lomo azul, la cola verde,
vientre de compacto coral,
grises aletas de ciclón.
En el acuario, esta inscripción:
«Cuidado: muerde».
Pd. Mentira, no muerde; sí enamora.