Aveces la vida cambia en un instante, con una noticia, con un diagnóstico inesperado. A mí me cambió desde el día en que no me pude tomar el café de cada mañana.
Así, descafeinada, me fui al médico porque según yo tenía la peor pega de mi vida (esa enfermedad que nos da solo a los ticos). Al día siguiente me iban a llegar a sobar, pero eso no sucedió, porque la pega no era tal.
Aquella supuesta pega está creciendo, ya tiene formadas sus extremidades, las orejas en su lugar, una nariz perfecta, unos pies enormes como los de su bisabuela Alice, un corazón que va a mil por hora y, cuando se mueve, siento como si me estuvieran haciendo palomitas de maíz en el vientre.
Es la primera vez que siento que no tengo palabras suficientes, a mí que me gusta escribir. Lágrimas, amor, susto, felicidad, incredulidad, emoción…: eso lo resume, pero no lo dimensiona.
Por supuesto, de entrada no creí el resultado del laboratorio, ni a los médicos, ni a mi novio, que sospechó desde que notó mi asco por el café que yo tanto adoraba. Fue hasta aquel primer ultrasonido, cuando oímos su corazón, 156 latidos por minuto.
Desde entonces, cada día es una nueva emoción. La más hermosa: el amor. Mi bebé está rodeada de gente que la ama desde el día cero.
Hay quienes se alegraron más que otros. Por ejemplo, mis amigas: sobraron los abrazos, los buenos deseos, ya me tienen planeados varios baby showers , han comprado regalos para la bebé, me llevan a comer solo para ver cuánto me ha crecido la panza y me escriben tan seguido como pueden. Las mujeres son personas solidarias.
Me gustaría decir lo mismo de los hombres, pero parece que el género masculino reacciona diferente (con sus excepciones, claro). “Se le acabó la fiesta, dígale adiós a la moto, al carro 4x4, a los paseos a la montaña, perdimos un amigo”, fueron algunas de las frases que le dijeron a mí novio. Ah, y aquel que insinuó que iba a tener que aprender a jugar casita porque la bebé es mujer. Qué lástima que los hombres vivan de la chota. Ni modo, mi novio esquiva bromas mientras yo recibo invitaciones a cenar. A veces, la vida es cruel para los hombres.
Mis suegros y mis padres son los abuelos primerizos más felices que conozco y, desde ahora, planean los viajes a la playa, llevarla a volar papalotes, comprarle un trampolín. Hace unas semanas, mami me escribió un mensaje: “Hice la clase de natación pensando en mi nieta y me fue muy bien”. ¿Cómo no llorar?
También están mis abuelas, mi cuñada, mi hermano, mis primas, mis tías, mis amigos, mis chicas. Todas esas personas que me dan confianza, que conforman una red de apoyo fundamental en esta nueva aventura y que me escriben para saber si me tienen que complacer con algún antojo (como aún no me han dado, yo me los invento).
Está el papá, un hombre maravilloso que me topé en la vida y que sueña con verla crecer para compartir con ella su pasión por los carros y las motos, para que nos acompañe a los paseos a ríos y montañas, para que juegue con nuestros perros. Yo me los imagino a los dos jugando a la mecánica. Ajá: a la mecánica y no a la casita.
Escogerle nombre fue un tema complicado. No se podía llamar como nadie en la familia (y mi familia es grande) y mucho menos como alguna exnovia de Rafa (sin querer queriendo, me di cuenta de cómo se llamaban varias). Finalmente, mi cuñada nos sugirió un nombre que nos encantó a ambos. Juliana acaba de cumplir su semana 18.