Uno de los recuerdos más vívidos que tengo de los libros que he leído lo atesoro desde el 2009. Acostado bajo un árbol altísimo en una finca de Siquirres, leía sobre una actriz que rechaza a todos los hombres que la cortejan para mantener su independencia.
Fui feliz cuando Renée, la protagonista, siente calma en medio de su agitada vida; le agradecí ser tan sincera consigo. Conmovido, abrumado, no logré despegarme del libro por dos horas, a pesar del calor intenso y la incomodidad.
De pocas cosas guardo una memoria tan cariñosa. Sin embargo, en realidad, de los detalles de la novela de Colette, La vagabunda , no recuerdo prácticamente nada.
De pocos libros, de hecho, guardo más que un fantasma, y no por ellos, si no por mí; si vuelvo a ellos, seré distinto. En El último encuentro , cuando el Emperador le susurra algo al oído de la madre del protagonista, siento que lloré con ella, pero ¿por qué estaban allí, quiénes eran...?
Quizá los libros sean como mariposas que dejan las puntas de los dedos llenas de polen al huir de nosotros.
El más célebre coleccionista de mariposas fue Vladimir Nabokov, autor de Lolita , para quien no se leía, solo se releía. El acto físico de leer, el tiempo y el espacio, decía, nos alejaban de lo que el libro era; solo tras leerlo muchos empezábamos a asirlo en su totalidad.
Quizá estamos condenados a un reducido canon personal de cuatro o cinco libros realmente aprehendidos. Tal vez sea para bien eso de vivir menos vidas pero vivirlas más.
La memoria funciona así: selecciona, corta, mezcla, borra, confunde y deforma. Es caprichosa, también entusiasta; cuando leemos algo que nos emociona, cuando sentimos que debemos grabarnos su impresión. Inevitablemente, se desvanecerá.
Leer, tal vez, es aprender a aceptar la pérdida.
Los retazos de libros absorbidos, como hilos sueltos de un tapiz que no deja de crecer, se entretejen con los objetos cotidianos, con sus tonalidades y su peso, y con la importancia que les otorgamos. Dicho de otro modo, algo ingenuo: no recordamos qué almorzamos antier o hace seis meses, pero nos sustentó hasta hoy.
El gusto también es memoria, por cierto, y eso lo aprendimos en un libro célebre por ello ( En busca del tiempo perdido ). El sabor evoca y recrea; también el eco del ritmo de un poema, aunque no podamos citar sus versos luego.
Hablándole de este tema, un amigo me recomendó que leyera El amor en los tiempos del cólera . Como no lo tenía, le pedí su copia. Al abrirla, descubrí que era la mía. Olvidé que la había empezado a leer hace años y que lo había prestado sin terminarlo. Olvidé todo, excepto cómo entenderlo ahora, porque yo ya soy otro.