La sirena de la ambulancia cortaba el oscuro silencio de la madrugada, entre los caminos de fincas en Guatuso de Upala. Adentro, Adelaida Herrera pujaba para dar a luz a su cuarta y última hija.
Diana nació a las 2 a. m., un 25 de junio de 1988, mucho antes de que el vehículo llegara al Hospital de San Carlos. Era una niña grande y hermosa. Pero lloraba desconsoladamente.
Ese fue el primer síntoma. “Mi mamá pensaba que estaba con frío. El llanto era desesperado. A los cinco minutos de haber nacido, mi pie derecho estaba en carne viva. Los paramédicos se quedaban con la piel en la mano al alzarme”, recuerda Diana, hoy de 24 años. Fue tan solo el principio.
Una en dos mil
Cuando Adelaida y Diana llegaron al Hospital de San Carlos esa madrugada, los médicos miraron con sorpresa a la recién nacida y la enviaron de emergencia a Neonatología del Hospital de Niños.
Pocas horas después del nacimiento, y tras el viaje hasta San José, Adelaida y su esposo, César Ojeda, escucharon por primera vez el diagnóstico.
“ ‘Vea, su niña nació con un caso que solo aparece en uno de cada 2.000 niños en el país. Si acaso, sobrevivirá tres días. Estos niños no sobreviven’. Ahí empezó la odisea, la tristeza y la desesperación”, rememora Adelaida casi 25 años después de aquella sentencia de muerte.
Pero resulta que Diana sigue aquí. Es la costarricense con Epidermolisis Bullosa (EB) que más ha vivido, y una de las pocas personas en América que ha logrado vivir tanto tiempo con cierto nivel de independencia a pesar de las dolorosas complicaciones de esa enfermedad.
A quienes padecen EB se les conoce como “niños mariposa” por la fragilidad de su piel. En el país, hay 25 personas así, según la Fundación Debra. La expectativa de vida para ellos suele ser muy corta. La mayoría no pasa los 15 años de edad.
Ella misma describe las secuelas de su mal con estas palabras: “Mi piel es como un papel mojado. Cualquier roce causa una herida sangrante y dolorosa”. (Ver recuadro)
Diana, además, es uno de los cinco casos costarricenses con la variedad más agresiva de este mal genético: la epidermolisis bullosa distrófica. Por eso, los dedos de sus manos y pies están unidos en forma de puño prácticamente desde su nacimiento.
A pesar de eso, esta valiente joven aún puede caminar y comer con cierta autonomía, y su rostro y cuello no han sufrido la cruda deformación por la que sí han pasado manos y pies, y varios órganos internos, como el esófago.
La pasión diaria
Casi 25 años después, Diana Ojeda mantiene asombrados a quienes la conocen. Primero, porque botó por el piso el oscuro pronóstico de su nacimiento. Y luego, porque el inmenso dolor con el que ha vivido los más de 9.000 días transcurridos desde su llegada al mundo, no ha logrado apagar su sonrisa.
Brazos, piernas y torso están llenos de ampollas. Lo mismo que se ve en su piel externa, se desencadena dentro de su cuerpo. Por eso, el día a día de esta joven se convierte en toda una odisea. Lo que se busca es evitar la proliferación de infecciones que puedan acabar con su vida.
Diana no se puede bañar todos los días. Lo hace cada dos. Más que baño, su limpieza se convierte en una cuidadosa labor de curación a cargo de su mamá y es una tarea que se prolonga durante un día entero.
Las partes llagadas están cubiertas por un vendaje especial. Y hay que empezar a quitar las vendas una por una. “Lo hago con el corazón hecho un puño porque detrás de cada venda puede aparecer una ampolla”, cuenta Adelaida.
Una ampolla es sinónimo de dolor y sangrado profuso. Son las responsables de que su nivel de hemoglobina no supere los 7 puntos y sufra de anemia (lo ideal es entre 12 y 14). Siempre aparece una.
No hay ducha. Esa piel de papel, frágil como una mariposa, no soporta la caída de una gota de agua. Pero debe haber limpieza, y es cuando el dolor supera la escala que Diana y los médicos tienen para medir su nivel de sufrimiento. “La mido con manzanitas”, explicó. El nivel máximo de dolor son diez manzanitas. Pero la mayor parte del tiempo es tanto, que esa decena se multiplica varias veces. “Quiero darme contra las paredes, pero pienso: ‘otros sufren más que yo’, y dedico mi dolor por ellos”.
Placeres prohibidos
“¿Cómo se siente el mar?”, preguntó un día, hace unos cinco años atrás, al conocer el inmenso océano Pacífico y ver las olas reventándose contra la arena en Puntarenas.
Diana no sabrá lo que es sentir el vaivén de las olas, ni el frío de una piscina en pleno verano. Su enfermedad le prohíbe tales placeres.
Sueña con comer una hamburguesa, pero no puede. Lo más rico que ha saboreado, dice, ha sido un pequeño trozo de chicharrón, mas fue incapaz de tragarlo.
Su esófago está tan débil que solo resiste comida blanda, aunque ella salive por un pedazo de carne asada –que nunca ha probado– o por una tajada de pizza.
La EB está pegando la piel de su esófago y por eso casi no puede respirar ni tragar con normalidad. Pronto, no sabe cuándo, deberá ser sometida a una cuarta dilatación de ese conducto antes de que sea demasiado tarde para ella.
Está en tratamiento en el Centro Nacional del Control del Dolor, donde le prescriben metadona inyectada, cada seis horas, para aliviar el sufrimiento, que nunca desaparece, aunque baja de intensidad.
Siempre positiva
Nada de esto logra arrebatarle su buen ánimo ni su coquetería. Sin dedos, Diana es capaz de maquillarse a diario. De hecho, nunca sale si no está presentable. Todavía puede ir al baño sola y, pese a que caminar se le dificulta por las llagas de los pies, ha dicho que no quiere usar silla de ruedas porque sabe que podría ser el principio de un fin que ella sueña lejano.
Su sostén diario es la fe. Es devota de Jesús de la Divina Misericordia y de la Virgen de los Ángeles. Son sus confidentes y a quienes ella ofrece su dolor por los otros.
Como bien dice su madre, “Diana es un don del Señor; un regalo de Dios. Él le ha mantenido su cara linda y su espíritu intacto, aunque su cuerpo esté destrozado”.
MOTIVACIÓN A PURA FUERZA DE ESPÍRITU
“Si este dolor tan grande es para que alguien que sufre se sienta mejor, yo le pido a Dios que me dé fortaleza para que yo sufra más”.
Diana Ojeda Herrera encontró el propósito de esta vida suya tan saturada de sufrimiento: “Ayudar a los que más necesitan, porque uno puede ser misionero no solo yendo a los lugares más remotos, sino también ayudando con palabras. Con que alguien le diga a uno: ‘Estoy contigo’, uno se siente apoyado”.
Terminó la escuela en La Trinidad de Moravia, donde vive, e intentó iniciar el colegio en esa misma comunidad. Sin embargo, las complicaciones de la epidermolisis bullosa se lo impidieron. Siempre soñó con ser médica, pero ella sabe que cumplir esa meta se halla fuera de su alcance: está muy enferma y su familia tampoco dispone de los recursos.
Por eso, cuando notó que la gente tomaba su ejemplo como inspiración, reconoció que ella podía servir de modelo para que otros valoren lo mucho que tienen, lo disfruten, lo agradezcan y lo aprovechen. Diana ha escrito varios artículos en la prensa para motivar a otras personas a partir de su difícil experiencia con esta enfermedad.
“Para muchos, resulta normal olvidar que hay otros que, como yo, padecemos in tensos dolores diariamente. Para ellos, lo usual es pensar que nunca les va a pasar. Por eso, desde el sufrimiento físico que me provoca esta enfermedad con la que nací, les quiero decir a todos que valoren sus vidas y su salud. ”No se detengan en la construcción de nuevos sueños y tengan presente que en sus caminos nada es imposible”, escribió en La Nación , en marzo del año pasado.
Las respuestas a ese artículo, que ella tituló “El dolor es esperanza”, llovieron como torrencial aguacero. Actualmente, Diana da charlas de motivación a los estudiantes y al personal de la Universidad de Ciencias Médicas (Ucimed), institución que le abrió las puertas para que pueda asistir a su hospital simulado dos veces a la semana como estudiante.
En el Día Internacional de la Mujer (8 de marzo pasado), la Ucimed la nombró mariscala. Aquel viernes, Diana ofreció una conferencia magistral en la que contó su experiencia diaria con este padecimiento. Se le acercaron muchas personas, algunas llorando, y le dieron las gracias porque su sufrimiento les reveló –le dijeron– el tesoro de sus vidas.