Ese oso polar no se parece a ningún otro animal que usted hubiese visto. Se lo ve peludito y risueño, parado sobre tres bloques de hielo. “Nunca copio nada; todo lo mío es original”, nos dice Gerardo Ruiz.
Ese oso, ese carro Nissan o ese Mr. T que se ven en publicidades callejeras en San José tienen poco que ver con el mundo tangible; tienen visa directa desde la imaginación de un niño maduro.
Él se fue de la casa de una familia demasiado crecida y multiplicada en Turrialba, a los 13 años. Hoy tiene 52, y casi toda una vida adulta de trabajar en la capital.
De niño dibujaba bátmanes y supermanes; ahora es aficionado a pintar la cara de Jesucristo. Otra virtud también se le manifestó de chico: empezó a golpear tarros viejos y terminó tocando la batería en bandas como Oro Musical, Nueva Fórmula, Yacaré y Periquín y su Grupo.
Usted podría pensar que las noches del baterista y la calle del pintor habrían endurecido a Ruiz. Usted se equivocaría: él cuida las palabras y su volumen, cualidades que se le agradecen a un rotulista músico.
Percusión
Es una tarde gris y ventosa en San José. Gerardo Ruiz despliega su talento en mensajes inmensos que anuncian cosas mínimas.
Su patrón de hoy es el restaurante La Comilona, sobre la avenida 10. El rotulista estudia la pared como si tratara de sacarle un secreto.
Ya sabemos que la cumbia, el soca y el merengue lo hacen vibrar. Tira líneas a lápiz para escribir “Casados”, “Olla de carne” y “Gallo pinto”. Golpetea una escuadra escolar contra la pared, y de la percusión nace la ‘C’, la ‘A’, la ‘S’... Hay gente que para todo tiene ritmo.
“Este mae está solo”, dice el crítico que más le importa por el momento: el dueño del negocio. Francisco Padilla recuerda que él ha visto a Ruiz pintando rótulos en negocios desde hace más de 20 años, cuando el empresario era apenas un muchacho que trabajaba de empleado en otro restaurante del centro de San José.
“Desde ese tiempo, yo lo he visto pintar en todo lado”, agrega Padilla.
La verdad es que ahora se lo puede ver menos, pues Gerardo trabaja de lunes a viernes puliendo cristales en una fábrica de parabrisas. Solo los sábados los dedica a pintar, y los domingos son de guardar: “Yo no es que sea santo, pero sí medio cristiano, entonces los domingos voy a un templo de por aquí”.
Por algún tiempo, él trabajó en la tienda vendedora de máquinas de coser La Bobina, donde se dedicaba a pintar. En otro momento trabajó en la empresa de rotulación comercial Neón Nieto, donde solía pintar con compresor de aire.
Aquel trabajo implicaba un ritmo distinto, uno industrial, si lo comparamos con la paciencia artesanal con la que él acaricia la pared hoy.
La zona del barrio Los Ángeles es el área de acción de Gerardo Ruiz.
Para ver sus rótulos –como el del oso polar o el del carro Nissan– hay que moverse al sur del casco urbano, a barrios sobre los cuales, ya de vuelta, los vecinos nos advertían que no se nos ocurriera ir “allá” con una cámara.
“Todo el mundo me conoce y no me puedo desaparecer de aquí”, cuenta Ruiz.
Gerardo Ruiz es un hombre pequeño, con los músculos bien pegados al cuerpo. Cuando se le alaba su trabajo, dibuja una sonrisa fruncida con ojos y labios.
Los letreros son los encargos que más le salen a Ruiz y son los que mejor pagan el esfuerzo; pero los dibujos y pinturas son los trabajos que mejor halagan al pintor.
Él tarda un par de horas en el encargo de La Comilona. Mientras tanto, en los alrededores hay mucho movimiento de gente que llega con hambre y se va llena con las “comidas típicas” que Gerardo está anunciando. También circulan cuidacarros, vendedores de chances y un ambulante que ofrece vasos.
Como tantos, Gerardo “la pulsea”, pero sabe que hace algo más. Ruiz tuvo una juventud trabajosa, adornada por un talento especial.
“Así empecé yo de niño”, recuerda. Los sábados, él es un niño que trabaja.