Revista Dominical

Iniciación en la muerte

Una verdadera cátedra para los humanos, que hemos hecho de la muerte un melodrama

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Mi iniciación en la muerte: cuando tenía cinco años de edad se me murió un perrito pequinés que se llamaba Skipper. Amaneció rígido, con los ojos vítreos como canicas, tratando de alcanzar el tarrito de agua que solíamos dejarle por la noche. ¡Morir al borde de la fuente! Se había cortado la lengua con sus mandíbulas crispadas. En medio de la noche murió. Me figuré que tal había sido su voluntad, que su decisión de morir solo y en silencio obedecía a su deseo de evitarnos el dolor de su propia agonía. Su último regalo. Skipper. Lo enterramos en el patio. Durante las noches me asomaba por la ventana y veía el pequeño túmulo funerario. En alguna ocasión tuve la tentación de desenterrarlo.








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