En un poyo en el Parque de los Mangos –también conocido como el Parque Central de Alajuela–, se sienta a mi lado un señor menudito y de sombrero de ala. Nos rodean un museo, la Casa de la Cultura, una universidad, dos heladerías y varios negocios. Bueno, y la catedral.
Me gusta sentarme –con un helado–, ver pasar la gente y el tiempo en cámara lenta. Es otra realidad, una donde nada precisa. El señor me comenta sobre el clima, que ya a esa hora empieza a pegar un fresquito. Le cuento que esta es mi hora favorita para andar por el centro, al atardecer todo se pone amarillo y se respira diferente. Es mágico. Una de las razones por las que una josefina como yo se enamoró de Alajuela.
Pregunta si estoy casada o tengo hijos. No, es mi respuesta a ambas preguntas. Sospecho que nota mi apatía con el tema.
Ahora los jóvenes esperan más para tener hijos —me dice—. Uno no tenía opción, lo natural era casarse y procrear lo antes posible.
—No es tan fácil, todo está muy caro, las prioridades son otras.
Me habla de sus hijos. Lo llaman seguido y se turnan para visitarlo; cada vez le traen un torbellino de nietos. Le cuento de mis nueve sobrinos, que con ellos soy feliz, alguna vez quise hijos pero ya no. Y que no, tampoco tengo novio. El último me salió muy malo y todavía estoy sanando, ya no sabe una en quién confiar.
—Los solteros de mi edad estamos jodidos —le digo pensando en voz alta—. Ya no creemos en un montón de cosas. Y mientras más daño recibimos, más se nos atrofia la capacidad de querer. Juro que me ve como si hablara en chino.
—No sé por qué se complican tanto. Yo a mi esposa la conocí en un baile y ahí mismo supe que podía pasarme la vida con ella. Viera cómo le rogué por meses, hasta que aceptó salir conmigo. Y estuvimos juntos por más de 40 años. ¡Así funcionaba! Enviudó hace un par de años. Cáncer. Él lo toleró todo con tal de hacérselo más fácil a ella, pero había momentos en que quería morirse también y no verla sufrir más. Me pregunta en qué momento dejó de existir ese amor.
Y justo a mí me toca explicarle que todavía existe. No sueno muy convincente, pero sé que un día lo volveré a creer. Digo que el de ahora es un amor más racionalizado, más precavido. Mucho más complicado por asuntos de platas, planes de vida y hasta compatibilidades políticas. Nos tomamos más libertades: convivimos sin un papel ni un anillo, pero queremos con más restricción. Existe, en otros términos.
—Es el mismo amor, solo que tenemos un pie en la puerta, listos para protegernos. Pero cuando lo dejamos ser y nos permitimos sentir, es igual de maravilloso hoy que hace cien años. Yo lo he sentido, eso de poder pasarme la vida con alguien, lo sentí una vez hace años. A lo mejor un día vuelve a pasar.