22 de agosto del 2013. Proceso de matanza de toros en el matadero Montecillos ubicado en Alajuela. Tema de la Revista Dominical. (albert marin)
39,7%
de las fincas en Costa Rica están dispuestas para el ganado brahman, le siguen las de pardo suizo y jersey. Estas son las razas predominantes en el país.
31,8%
El porcentaje de las cabezas de ganado del país destinadas para carne. Un 24,8% es para leche y el 35,4% es de doble propósito, según datos de Corfoga.
1.200
La cantidad de carnicerías que hay en el país. Solo un 6% de la carne ofrecida en el mercado local es importada, mientras que de lo producido acá, se exporta un 15%.
Terminarán en la bandeja brillante de un restaurante de cortes finos o en una venta de pinchos en las afueras de un estadio.
De su vida y muerte hay mucho que contar. La primera puede durarles cerca de dos años hasta el momento en que reúnan las condiciones óptimas para pasar a la planta de producción.
La segunda podría ocurrir en cuestión de un segundo, y puede identificarse poco después de la súbita retracción de las pupilas, señal inequívoca de que sus días llegaron a su fin. Mas, a estos bovinos, el porvenir les tiene cocinados rumbos muy diferentes.
El destino de algunas reses es dejar el potrero y pasar a una “cosecha de carne”, un concepto que pretende sustituir la palabra “matadero”, cargada de una histórica connotación negativa.
No cualquier vaca ni toro llegará allí si no es es apto para la industria cárnica de primer nivel. Normalmente, cuando un ganadero desarrollador le pone el ojo a una cabeza de ganado y se la imagina en trozos en un sartén, es porque su peso ya ronda entre 470 y 500 kilos. Ese es el parámetro por el que se rige para adquirirla en la subasta, hacerla parte de su hato y terminar de madurar lo que, durante un buen tiempo, cosechó algún criador.
Una res atractiva para los compradores no solo debe estar “pochotona” y con apariencia saludable, sino que debe haber gozado de todos los chineos posibles durante su etapa de cría y engorde para asegurarle el menor estrés posible durante su vida.
En sus días más apacibles en el potrero, la experiencia suele ser plácida, llena de verdor y basada en una dieta de suculentos pastos naturales de alto contenido proteico que permiten a la res ganar cerca 500 gramos diarios.
En condiciones óptimas, la nutrición también incluye leguminosas, suplementos, miel y agua fresca para evitar que el hato acumule grasa. Así se puede esperar que se convierta en una carne magra sin pellejo: el producto más atractivo para el consumidor costarricense, cuya ingesta anual de carne de res per cápita en el 2012 casi alcanzó los 18 kilos de carne.
Según datos de la Corporación Ganadera (Corfoga) actualmente el ganado que es destinado al propósito cárnico, ronda las 1,5 millones de cabezas, divididas entre 51.158 ganaderos.
Entre toda esta población bovina, las imágenes capturadas por el fotógrafo Albert Marín para este artículo provienen de la finca Montecristo, ubicada en Roxana de Pococí.
El hato muge, las orejas brincan al mismo ritmo que el paso que llevan cuando el peón de tez morena las comanda a su antojo, sin batuta pero con ademanes que llevan ritmo, como si él fuera un director de orquesta. No es cualquiera el que logra amansar a estas bestias que siguen las indicaciones de sus brazos y su voz sin bufar ni desviar la mirada.
Camiones repletos de reses salen periódicamente de estos potreros con destino a más de una planta de producción donde sucederá algo muy diferente a lo que ocurre sobre el verde pastizal.
El último Ascenso
Llegamos a Alajuela. Un matadero cuyo nombre no será publicado empieza sus labores a las 5 a. m. Es una de las cuatro plantas industriales por las que pasa el 82% de la producción nacional de carne de vacuno. El 18% restante tiene lugar en 18 mataderos más pequeños ubicados en la zona rural, en condiciones más modestas que las que estamos por presenciar.
Aquí, la dinámica es la misma cada mañana. Llegan los empleados que laboran dentro del frío recinto que acá llaman “cosecha”, se cubren y recubren con una indumentaria blanca y pulcra, mientras que, a pocos, las vacas irán llegando al punto específico en que se acaba su vida y comienzan a ser carne.
Un grupo de inspectores se encarga de revisar la documentación del ganado, como si tuvieran números de cédula en sus fierros. Deben chequear que la cantidad de animales coincida con el registro oficial, es decir, que no haya ninguna res colada o alguna ausente.
Los animales que pasarán a la manga en esta jornada no son los recién llegados. De hecho, como regla de oro, está estipulado que deben reposar al menos seis horas después de haber arribado. Es obligatorio el ayuno para luego convertirse en comida.
Los rumiantes son albergados en corrales recubiertos por un sarán. Cada recinto tiene suelo de concreto antideslizante y posee un bebedero comunal.
Los minutos pasan con algunos mugidos que rompen el silencio de la soleada mañana. De repente, llega un visitante de sombrero de ala grande y fajón de hebilla plateada. Lleva botas altas, jeans y una camisa de cuadrados rojiazules.
El hombre abre uno de los portones e ingresa a observar de cerca las cabezas de ganado, toma una manguera y abre la llave para lavar a las criaturas mientras estas parecen no saber si deben huir de la aspersión o disfrutar de esa breve y repentina ducha.
“¡Eeeeh, eeeh, aah. Zu, zu, zuuu!”, grita el hombre con llamados aleatorios, para convencer al grupo de seis reses de que avance por el camino cuyo final pronto conocerán.
Sucede a veces que un vacuno se echa al suelo en medio recorrido y se resiste a proseguir. Cualquier asomo de presión para que avance podría ser contraproducente, por lo que no queda más que esperar a que se tranquilice, se levante y retome el paso que llevaba. Mas esa escena hipotética no ocurre nunca aquel martes de camino a la manga.
Ahora el desfile de cuadrúpedos se alínea en un espacio más estrecho. El paso es lento, silencioso y va en una sola dirección.
Es una espiral poco pronunciada por la que los animales suben gradas. No hay entradas de luz directa en este pasillo, precisamente para evitar cualquier distracción.
El recorrido en ascenso equivale a tres pisos. Una vaca sigue a la otra casi pisándole los talones pues no tiene hacia dónde más dirigirse que hacia adelante. Así que no le queda más que avanzar y avanzar, hasta llegar a un cajón metálico del que solo podrá salir inconsciente.
Suelo teñido
Esta res de color café tiene los ojos de un negro profundo. No puede ver mucho, a menos que el animal gire la cabeza, pero en este cajón no hay posibilidades de que la testa haga movimientos pronunciados. Ambos ojos se asoman por ranuras en la base que sostiene a la bestia de forma rígida. Están a punto de dejar de ver.
En medio del silencio enlatado entre paredes y baldosas, se oye el fuerte impacto de una pistola que aturde al animal. Lo impacta en la frente, en un punto demarcado una pulgada más arriba de la cruz que se forma entre la base del cacho y el ojo.
El instrumento se llama perno cautivo penetrante. Su golpe tiene tal fuerza que es capaz de causar una contusión cerebral, genera un apagonazo repentino en la mirada, el ojo se retrae y la fosa ocular súbitamente se torna blanca. Cuando el color negro regresa al ojo, el animal ya está insensible.
Todavía no ha muerto, pero el aturdimiento fue tal que hace parecer que ya no hay vida en aquel especimen de casi 500 kilogramos cuya lengua cuelga de la boca y cuyas orejas caen dormidas.
Pasan unos 30 segundos para que un operario amarre una pata trasera con una linga, levante al animal y se lo pase a un compañero que lo degüella con el desliz de una filosa herramienta.
A la criatura le queda un minuto de vida mientras se desangra.
En una hilera de ganchos, el animal cuelga inerte cabeza abajo. El cuchillo corta las arterias principales: yugular, carótida y tronco braquiocefálico, y la sangre salpica a borbotones tiñendo el suelo de lo que irónicamente se conoce como un rojo vivo.
El fluido no saldría tan fácilmente de no ser porque, por la res ahora transita una corriente eléctrica de 14 voltios que favorece el vaciado sanguíneo y a la vez impide que la carne se entiese.
Cuando se acabe el derramamiento, la res habrá muerto y la hilera de ganchos comenzará a avanzar mecánicamente.
Por la línea de producción, pasan 60 reses por hora, lo cual equivale a un total de entre 300 y 350 reses diarias en una jornada continua que acaba puntualmente a la 1 de la tarde.
Desde el ingreso al lugar, los 58 hombres de blanco que laboran en el sector de la matanza pasaron por varios filtros de limpieza y desinfección de sus botas, gabachas desechables, guantes y gorros que les cubren el cabello y boca.
Se cumplen los mismos requisitos con los ocho inspectores que se dividen entre esta y las otras salas. A sus ojos no se les puede escapar un solo de talle de higiene, inocuidad, control de calidad y cumplimiento de estándares de bienestar animal.
En esta sala iluminada por fluorescentes blancos, cada operario tiene una tarea específica.
Se cortan los cachos. Se destapa la cara del animal. Se amarra el esófago. Se cortan las manos. Se retira la cabeza. Se separa el tracto reproductor. Se retira el cuero. Se desprende el pelo de la cola. Luego, el pelo es lanzado en un recipiente. En el estañón de al lado, cae el cuero del prepucio. El ciclo se repite con la siguiente res.
De la totalidad del animal, se queda sin aprovechar el material específico de riesgo: la médula espinal, el 80% del intestino delgado, el cerebro, los ojos y la amígdala. Incluso el cuero, el pelaje y el sebo tendrán un uso.
Entre órganos y vísceras, los hombres permanecen en silencio y los movimientos de sus brazos parecen responder a una mecánica robótica que realizan de forma repetitiva durante largo rato.
En el lugar, hay un olor potente que las narices de los empleados dicen haber dejado de percibir tiempo atrás. Solo un neófito en este salón huele algo, algo indescriptible, incómodo y nunca antes olido en otro sitio.
Lo que queda en los ganchos es “la canal”, el cuerpo de la res sin extremidades, cabeza, piel ni vísceras; es casi el 50% del peso con el que este toro entró a la planta.
En el momento del sacrificio, el animal tiene una temperatura de 38°C, pero tras una desinfección posterior, un shock térmico y 24 horas de permanencia en un salón helado, la canal registrará unos 7°C que se alcanzan en un ambiente con temperaturas entre os 0°C y 5°C. Solo así la canal, ya deshidratada, podrá continuar el rumbo hasta el deshuesadero.
Cuando se llegue a esa parte del proceso, la canal va desagregándose en dos mesas: la de cortes finos (provenientes del cuarto trasero) y los cortes industriales (del cuarto delantero).
En este salón, usan guantes y peto de acero, así como una manga plástica. Es otro grupo de hombres de blanco que sostiene cuchillos curvos o de 10 pulgadas; los afilan en la chaira que se sujeta en su cintura sin dejar de cortar ni de rebanar.
Se separan y empaquetan los cortes con etiquetas de identificación que indican la fecha del sacrificio, el día del empaquetado y su descripción: punta de solomo, novillo, mano de piedra, delmónico, lomito, falda...
De los sobrantes, salen otros recortes que serán usados para elaborar tortas, embutidos o chorizos.
Parte de la carne es empacada a granel; otra, al vacío, lo que permite una maduración más lenta para que dure más. Hasta 90 días podría mantenerse en refrigeración a una temperatura de –18°C.
En los pasillos de esta planta dicen que es de la mejor carne que se ofrece.
Las carnicerías suelen recibir el producto en las madrugadas. Los propietarios lo acomodan en refrigeradoras y vitrinas; lo adoban o lo venden sin manipularlo.
Habrá quienes prefieran cocinar la carne a su gusto: suave y jugosa, término medio o sin que pierda su rojo característico.
Todo lo que se sabe es que aquellos animales que casi dos años antes comenzaron a pastar, terminarán en una bandeja brillante de un restaurante de cortes finos... o en una venta de pinchos en las afueras de un estadio.
De su vida y muerte hay mucho que contar.